7º relato -fuera de concurso- del VI Concurso de microrrelatos -Noche de Difuntos 2021

LA SEMILLA
JLBelloq

Guerra, hambre y enfermedad. Crimen, tortura y sufrimiento. El mundo estaba sumido en la vorágine del mal que lo había engullido, asunto del que nadie era consciente desde que la sociedad había aniquilado todas las fuerzas que se oponían a ello.

E. miraba con cierta satisfacción cómo su mundo perfecto se desarrollaba a su alrededor. Había ascendido a directora, dejando en el camino a rivales y colaboradores por igual, trepando en la escala de poder de la empresa con ayuda de un cóctel infalible de engaños, traiciones y extorsión difícil de eludir.

Su inmediato superior había fracasado en sus intentos criminales para impedir la ascensión de una mujer que amenazaba a cuantos se interponían en el camino de su ambición. Mentiras, trampas, intimidación… nada funcionaba contra una persona con una determinación que rayaba en la obsesión psicopática. Desde que era su subordinada, muy pronto se había convertido en su mano derecha, en la empleada que lo sabía todo, que lo controlaba todo; a la que se veía obligado a recurrir incluso para los asuntos más triviales.

En su vida privada, E. compartía piso con M., un arquitecto tan ineficiente como tramposo, conocido en el mundillo por muchos trabajos que rozaban la estafa; un hombre de pocas luces pero que era el dueño legal de una vivienda en pleno centro, un tesoro codiciado por todos los profesionales de la ciudad. No uno de esos pisos mal remozados del casco antiguo, desconchados, en edad de jubilación: un ático moderno, casi nuevo, con excelentes vistas a la plaza y al río.

Una pareja de ancianos usureros vivían en su misma planta. Debajo, una señora adinerada que explotaba a varias jóvenes desgraciadas en un negocio de prostitución camuflado de servicio de limpieza. En alguna de las viviendas de más abajo, una mujer que gritaba todas las noches pidiendo ayuda inútilmente cuando su marido le pegaba. A la altura de la calle, pandillas de muchachos iracundos entablaban pelea con cuanto transeúnte distraído no cambiaba de acera con suficiente antelación. En la esquina, un farol abollado y torcido daba fe del atropello de una madre y su hijo pequeño y posterior huida del desalmado conductor responsable. En el edificio, nadie hablaba con vecinos, las sospechas de hurto se reflejaban en las miradas, la desconfianza y la agresividad animaban los gestos de unos y de otros.

M. anhelaba conseguir uno de los proyectos emblemáticos del ayuntamiento, para el cual se había propuesto a sí mismo como mejor opción frente a sus colegas. Un día, sin embargo, recibió una llamada de uno de ellos. Antes de tener tiempo de responderle por acto reflejo con las imprecaciones que aparecieron en su boca, el otro consiguió transmitir su mensaje: como personaje situado dentro de la esfera de amistades del alcalde, iba a ser el seguro destinatario de su gran proyecto, en perjuicio del que no era más que un arquitecto sin influencias.

No obstante, ese no fue un episodio aislado, y otros con el mismo carácter empezaron a sucederse en la vida de E. Así, fue propuesta para la expulsión fulminante por su propio jefe, que la estaba difamando con ayuda de un cómplice bien pagado que hacía correr rumores por la empresa sobre su predisposición a los favores sexuales; su hermano se había apropiado de la herencia familiar al completo aprovechando la enfermedad de su madre, con la que no se hablaban; un atracador la asaltó en la puerta de su edificio y, a pesar de llevarse su bolso con una generosa cantidad de dinero, la acuchilló en una mano por simple placer; alguien ralló la carrocería de su coche con una llave, dibujando unos enormes genitales en el capó; un bruto la arrolló en la escalera sin inmutarse por su caída. Incluso a la propia E., una mujer tan acostumbrada a pasar por encima de los demás sin remordimiento, le sorprendía tal cúmulo de situaciones que la perjudicaban.

Sus vecinos de planta, la pareja de ancianos usureros, se volvieron más mezquinos. La miraban con desdén, cuando no con desprecio; pasaron de los cuchicheos mal disimulados a comentar entre ellos, como si ella no estuviera delante, sobre su aspecto, que consideraban de fulana, o su comportamiento, que tachaban de paleto. Intentaron estafarla con cuotas inexistentes; le tiraron el correo, o eso suponía ella; malmetían a M. para que la echara del piso.

En su vida de estrés permanente, rodeada por la inquina y la maldad, E. se las arregló para quedar embarazada, último recurso para evitar la expulsión de la empresa y, por tanto, el éxito de los planes de venganza urdidos por su jefe. A partir de ese instante, E. sufrió en su persona el desprecio de todos los inquilinos y propietarios del edificio, que, lejos de la indiferencia, se esmeraban en tratarla con malos modos, enfrentarle la mirada con desafío, rozar el insulto en cada frase, manifestar repugnancia por su persona al cruzarse por la escalera. Y, como mujer dura e insensible que era, E. los enfrentaba, no se arredraba y devolvía maldad por maldad.

Sin embargo, poco a poco comenzó, por influencia de su embarazo, a responder a los ataques con menos intensidad, a verse afectada por las actitudes de sus vecinos, como una persona débil y  vulnerable cualquiera, como una de esas mismas a las que ella despreciaba en su trabajo. Se sentía falta de energía, frustrada, rabiosa por no poder darles su merecido a todos esos indeseables que se cruzaban en su vida, a los que odiaba como lo había hecho con todas las personas desde que recordaba.

Conforme pasaban los meses y se acercaba el momento del parto, E. sufría más, se había debilitado y era incapaz de eludir las pequeñas torturas y vejaciones de todos esos cobardes que se ensañaban con ella. En el colmo del retorcimiento, M. comenzó a participar, colaborando desde dentro de su propia casa con los que solo querían hacerle daño. La pareja de vejestorios de la usura se inmiscuían cada vez más en su vida, con la connivencia de M., que los defendía de cualquier acusación y les abría de par en par su casa para que maltrataran verbalmente a E.

Ella se ocupaba en mantener al feto protegido, porque no podía permitir que se estropeara en el último  momento su única baza para permanecer en la batalla por su puesto en la empresa, la única forma que había podido idear para humillar a su jefe ante todo el personal. Incluso se acostumbró a esgrimir un gran cuchillo de cocina ante cualquiera que se le acercara, y lamentó la prudencia de todos ellos, que mantenían la distancia mientras la insultaban, pues deseaba infligirles daño físico ahora que no estaba en condiciones de infligirles otros males más desagradables.

El día del parto, todo el vecindario la despidió en la escalera con aplausos, festejando su marcha, como si le desearan lo peor. Era un lugar horrible, pensó E. en ese momento, aunque no muy diferente de lo que ella conocía fuera, no muy diferente de su mundo de maldad, el mundo que ella misma alimentaba día tras día con su forma de actuar, con su forma de pensar. El mundo al que trajo a su hijo, un bebé que llevó al apartamento y del que M. se empeñó en ocuparse mientras ella se recuperaba, con lo egoísta que era. Lo peor fue cuando, dos días más tarde, aparecieron los usureros para llevárselo a su propia casa con el consentimiento de M., ignorando los gritos de una E. desesperada que no se fiaba de sus intenciones.

Horas más tarde consiguió reunir fuerzas para levantarse de la cama y cruzó el pasillo hasta la vivienda de los ancianos que, estaba convencida, le querían arrebatar a su niño con la complicidad de su compañero de piso. Allí se encontró con una sorprendente reunión de un buen número de esos vecinos despreciables, arremolinados ante una hermosa cuna cubierta de tul blanco y celeste, tan bonita que daban ganas de vomitar. Todos callaron al verla en la entrada del salón, y abrieron un paso hasta el bebé que lloriqueaba. E. caminó, tambaleante; a su alrededor, por toda la habitación, las paredes lucían unos dibujos luminosos, de colores pastel, con motivos tan dulces que le causaban rechazo.

Los presentes lucían unas sonrisas amables que les deformaban las caras, sonrisas de palurdos inocentones como esos de los que ella solía abusar. El viejo usurero vestía una casulla de vivos colores y portaba un hisopo mientras pronunciaba en voz baja una letanía que los otros repetían para sí mismos mientras desgranaban cuentas de un collar terminado en una crucecita plateada. E. sabía quiénes eran esos idiotas, gente ignorante de una de esas sectas adoradoras de Dios, un auténtico arcaísmo fuera de lugar en ese mundo marcado por la maldad. Y entre ellos, el propio M., el cobarde, el traicionero, el secuestrador.

Una cruz de color azul había sido cosida al tul blanco inmaculado que cubría al bebé, y fue entonces cuando E. se sintió asustada, seguramente por primera vez en su vida, temerosa de algo que no comprendía, pero convencida de que aquello era importante por mucho que le disgustara. La vieja usurera la tomó de la mano y la acompañó en los últimos pasos hasta la cuna, y E., a pesar de su repulsa, se asomó, miró a la criatura que sollozaba dentro, y entendió  de un golpe cuál era su papel en esa historia y lo asumió sin ningún reparo, porque, a fin de cuentas, ella era la madre de ese niño que venía a salvar al mundo.


[basado en la película “La semilla del diablo”, adaptación de Roman Polanski del libro “Rosemary’s baby”, de Ira Levin] 
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