8º relato -fuera de concurso- del VI Concurso de microrrelatos -Noche de Difuntos 2021

EL RITO
Joaquín Carballo

Nueva York es una ciudad cautivadora. Amo cada uno de sus rincones, sus amplias avenidas, sus inabarcables rascacielos, sus estrechos callejones, que también los tiene y su gente: la mayor diversidad de personajes singulares pululan sin descanso por sus ruidosas y concurridas calles. Muchos de ellos recalan en mi pequeño negocio por casualidad, buscando algo inusual o simplemente son los clientes fieles de toda la vida y de los que conozco hasta su número de zapato. Siendo como soy, experto conocedor de la fauna neoyorkina, juro que en más de cuatro décadas al pie del cañón, nunca viví una situación tan extraña como la de aquella jornada de un caluroso sábado de agosto del 69.

Eran las tres y media de la tarde, una hora relativamente tranquila en la que cierro la puerta y aprovecho para colocar mercancía en la trastienda, marcar precios o tomar algo fresco que alivie el asfixiante calor de los meses de verano. Tengo allí un pequeño sillón reclinable, viejo y cuarteado donde descanso a veces. Reconozco que ese día el agotamiento me ganó la batalla y cerré los ojos más de lo que hubiera querido. Escuché la campanilla de la puerta y las risas y algarabía de un grupo de personas entrando. Me incorporé bruscamente ya que recordaba haber cerrado con llave, saliendo abruptamente de ese estado que no nos permite diferenciar si aún estamos soñando o no. Traté de recomponer mi pobre y despeinada cabellera y salí a toda velocidad, golpeando varias cajas vacías que estaban en mitad del pasillo.

Aunque no lo pareciera por el murmullo, en la tienda solo se encontraba una joven pareja. Él con cara de niño, de baja estatura, nariz prominente y pelo largo y oscuro que cubría unas orejas que se intuían grandes. Vestía polo blanco y pantalón de color crema que combinaba con unas zapatillas amarillas. Esbozaba media sonrisa con gesto pícaro. La chica era un ángel. Tenía un rostro hermoso, pelo largo rubio y una sonrisa cautivadora. Aún con sandalias era más alta que él. Llevaba un vestido corto estampado que realzaba su espléndida figura. El hombre se dirigió a mí con un acento extraño, que hacía casi imposible adivinar su procedencia, pero mediante el cual deduje que no era americano. Buscaba raso y gasa de color negro. No sabía la cantidad exacta. Era responsable del equipo de una película que se filmaba por la zona. Contaba que el rodaje estaba siendo todo menos tranquilo y el equipo de atrezzo había olvidado provisionar la tela para una escena trascendental. Hablaba de manera tímida, en tono bajo y monocorde, indicaba con los brazos el tamaño de lo que pretendían envolver con los tejidos y lo que querían representar pero sin darme muchas explicaciones. Pensó que sería mejor llevarse un rollo de cada cosa.

Entretanto ninguno de los dos habíamos reparado en que la chica resoplaba y gesticulaba como si un dolor punzante y terrible le atravesara el vientre. El dolor cada vez se hacía más presente y ella así lo demostraba. La ayudamos a tumbarse en el suelo de la tienda mientras su pareja le acomodaba la cabeza sobre un cojín. Gritaba retorciéndose. Los gritos no solo no cesaban, sino que cada vez eran mayores. La cara angelical se había transformado en sufrimiento infinito. No dejaba de agitar las piernas con fuerza golpeando sus pies contra el suelo. De pronto sentimos como si se desgarrara un trozo de tela. el vestido estampado comenzó a teñirse de rojo a la altura del vientre y el suelo poco a poco se iba llenando de sangre. La chica yacía inerte mientras el hombre la miraba con tristeza agarrándola de la mano, en un ineficaz gesto por evitar que pereciera. El hombre se puso en pie y se desprendió del polo blanco e inmaculado que empapó con la sangre de la mujer y con el que comenzó a dibujar un círculo a su alrededor y balbucear un ininteligible mantra mientras elevaba las manos ejecutando un rito totalmente desconocido para mí. En su boca se dibujaba una sonrisa maligna. Asustado me puse en pié con la sensación de que el corazón iba a salirme por la garganta. El impacto provocado por la escena me impedía articular palabra o sonido alguno. El shock me tenía paralizado. Mis oídos zumbaban como si la presión del lugar fuera en aumento, igual que en el interior de un avión cuando eleva el vuelo. Mis piernas se debilitaron y caí sin conocimiento como un peso muerto frente al cuerpo tendido de aquella mujer.

En el mismo instante de la caída salté del pequeño sillón reclinable, viejo y cuarteado de la trastienda. Había permanecido dormido más de cuatro horas. Un sudor frío recorría mi frente y mi rostro. Las extremidades aún me temblaban. Procedí de inmediato a comprobar que en el resto de las estancias de la tienda todo siguiera igual. Volví a casa abstraído por los hechos, y en mi cabeza, como grabada a fuego, continuaba la escena de la chica tumbada sobre un charco de sangre, dentro de aquel círculo sangriento dibujado en torno a ella, y a su acompañante recitando algo que no había llegado a escuchar con claridad.

Al llegar a casa, tomé un baño fresco, y sintonicé la televisión con ganas de olvidar la terrible pesadilla con la que mi propio subconsciente me había atormentado tan solo unas horas antes. Pero ocurrió lo que menos cabía esperar. La televisión mostraba una rueda de prensa a cargo de dos hombres. Uno de ellos contaba de manera pormenorizada los sucesos acaecidos en una mansión de Los Ángeles ese mismo día, donde una serie de personas habían sido brutalmente asesinadas. Entre las víctimas había una mujer idéntica a la de mi pesadilla. Era la esposa de un famoso director de cine cuyo parecido con el hombre que la acompañaba tampoco parecía casualidad. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al descubrir el maligno presagio que mi sueño había canalizado.


[basado en la película “La semilla del diablo”, adaptación de Roman Polanski del libro “Rosemary’s baby”, de Ira Levin] 
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