5º relato (de 6) _fuera de concurso -Noche de Difuntos 2019-

CAZA EN BASKERVILLE
JLBelloq


Los cuatro conjurados habían seguido el rastro al perro asesino desde el lugar donde acababa de morir su última víctima. Determinados a terminar con la pesadilla de la bestia de Baskerville, lo persiguieron a todo lo largo del camino que rodeaba el bosque. Finalmente, al pie de la colina, estuvieron seguros de que, con el río detrás, lo tenían acorralado, y se apostaron abajo. Sigmund ascendió a la cima para acosarlo, con la lámpara en una mano y la pistola lista en la otra. En lo alto, una fuerza brutal lo sorprendió y se vio lanzado a varios metros de una única embestida. No veía nada, todo a su alrededor era negrura. Las rocas lo rodeaban, oscuras, amenazadoras, y veía a su agresor en cada sombra y en cada matorral.  Había perdido la lámpara y el arma, pero se rehizo e intentó escapar en dirección a los otros cazadores. 

Una mole negra se irguió en su camino y se abatió sobre él . Creyó que moriría en el acto, aplastado por una roca enorme que parecía haber cobrado vida. Pero, aunque el peso lo doblegó y sintió el agobio de la asfixia, lo que fuera que le impedía respirar y le iba a causar la muerte no era duro como la piedra, sino blando, como el cuero, y desprendía calor. En su desesperación, acertó a coger el cuchillo de monte de la bandolera, pero no tenía espacio para hacer fuerza y apalancar, por lo que pasó el filo una y otra vez sobre la superficie hasta que penetró en ella. Sintió un fluido caliente sobre su mano, que entró por la brecha con el arma por delante y, ahora sí, pudo acuchillar una y otra vez.

El aire se le agotó. Sin embargo, el miedo convocaba fuerzas ocultas que él mismo no sabía que albergaba, y pudo superar el trance del aplastamiento. La mole volvió a erguirse y retrocedió unos pasos. Aquello no era un perro, era… Sigmund solo podía discernir lo que no era, porque esa criatura informe no se parecía a animal alguno. A pesar de su forma irreconocible, sabía que lo estaba mirando; había algo en su postura que le hacía pensar en una fiera acechando a su presa, a la espera de una flaqueza, de un flanco descubierto, de un signo de debilidad, para abalanzarse sobre ella y consumar el ataque mortal.

El cazador no conseguía recuperar el resuello. Le seguía faltando aire en los pulmones, pero con la tensión de la lucha por su vida incluso eso era secundario. Tras unos segundos de espera, la criatura parecía indecisa ante una presa que se había revelado demasiado difícil. Entonces, un abultamiento en el costado comenzó a crecer, cada vez más, y varios más a continuación. Las protuberancias siguieron aumentando, y Sigmund tuvo la impresión de que ante él se estaba desplegando una enorme garra imposible; y luego, la garra se convirtió en una suerte de araña monstruosa, un engendro con demasiadas patas, demasiada carne y demasiada maldad. Un engendro que, en su versión más horrenda, le heló la sangre en las venas.

Paralizado por el terror, a pesar de la adrenalina que le había salvado la vida unos segundos antes, vió cómo el monstruo se desentendía de su víctima e iniciaba el descenso de la colina en dirección a sus tres aliados, que no eran conscientes de lo que les sobrevenía. Intentó gritar, pero no le salió la voz del cuerpo: no podía articular sonidos, reconocibles o no. Tampoco podía usar la lámpara, pues estaba unos metros más atrás, apagada tras el impacto. Oyó el sonido del cuchillo de monte contra el suelo, y miró. Su mano era poco más que un muñón consumido por el ácido, un veneno o lo que quiera que fuera eso que la estaba corroyendo, avanzando como un millar de garrapatas que treparan por su brazo, devorando piel, carne y hueso. Los efluvios emanados de esa gangrena le habían robado la voz: sus cuerdas vocales habrían desaparecido igual que toda su extremidad y, pronto, todo su cuerpo, si no era capaz de escapar de esa pesadilla.

Desde cien metros más abajo le llegaron alaridos, gritos de pánico y luego estertores de tres hombres que ya no lo eran. Entreveía, entre los bultos que ahora serían probablemente los cadáveres mutilados de sus compañeros, la forma informe, negra, maligna, que volvía de nuevo su atención sobre él y comenzaba a ascender otra vez por la cuesta, inexorable, determinada a terminar con su vida. Sigmund comprendió que herido y débil era una presa fácil y no había esperanza. Cuando la mole oscura volvió a erguirse delante, solo pensó en terminar con rapidez, pero la criatura, detenida frente a él como si ella misma tampoco pudiera moverse, esperó a que el hombre cayera al suelo, moribundo, y solo entonces un seudópodo surgió de la masa sin forma, tomó su cuerpo medio consumido, y lo arrastró para engullirlo. Sigmund, presa del pánico, opuso su único brazo y unos gritos agónicos que no eran más que silencio sobre el propio silencio de la noche.

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