6º relato (de 6) _fuera de concurso -Noche de Difuntos 2019-

CLAUSTROFILIA
JLBelloq


Más que nunca, tras cinco años de trabajo agotador, Barlow tenía a su alcance el éxito y el reconocimiento. Sin embargo, la cuadrilla de trabajadores nativos, cómplices forzados del arqueólogo inglés, se estaba rebelando ante el último acto sacrílego, uno que superaba a todos los perpetrados hasta ese momento. Como esclavos de facto de un hombre tan codicioso como violento, habían desenterrado cuanto se ocultaba bajo la arena del desierto hasta hallar para él la entrada subterránea a la pirámide; la auténtica, la que ningún saqueador había logrado descubrir en más de cuatro mil años.

Seis hombres habían perecido en la entrada, aplastados por una falsa viga. Cuatro más habían desaparecido en los pozos, agujeros sin fin disimulados bajo baldosas deslizantes por todo el corredor. Uno activó un resorte y murió desangrado por el corte mutilador causado por una enorme cuchilla. Una docena fueron enviados de vuelta a casa por un repugnante sarpullido repentino; todos ellos habían bajado a la cripta con el arqueólogo.

La superstición hizo abandonar a una veintena. Barlow, desesperado, trajo otros cuarenta, contratados todos en un poblado de más allá del río, donde no conocían todavía su propósito de esquilmar otra tumba más en nombre de la ciencia.

La cámara del tesoro fue literalmente desvalijada. Se llenaron decenas de cajones de madera y se remitieron a El Cairo para su embarque rumbo a Inglaterra. Los trabajadores, pobres y sin esperanza, colaboraban resignados por un puñado de monedas. Ya había pasado otras veces, y esta no sería la última, y si no lo hacían ellos otros vendrían a ayudar a los ladrones occidentales.

No obstante, la cámara del sarcófago los superó. La inscripción jeroglífica en el arco de la entrada fue leída a viva voz por el experto de la expedición:

– “Que Amón arroje el alma del ladrón a las garras de Apofis, que la despedazará.Y suplicará por la muerte, pero no se le concederá, y su cuerpo se arrastrará ante mí por siempre”.

En pocas horas, la maldición era conocida por decenas de obreros, y en unas pocas más el campamento había quedado virtualmente abandonado. Barlow intentó impedir la desbandada general, pero el pánico se había hecho dueño de todos y ni siquiera el dinero ni el látigo supusieron estímulos suficientes. Sus propios colaboradores ingleses se contagiaron del miedo colectivo y respiraron aliviados cuando el arqueólogo anunció su intención de revisar a solas la cámara funeraria. No quería demostrar nada: pretendía arrogarse en solitario el mérito del descubrimiento de una momia intacta de más de cuatro mil años de antigüedad.

Lo acompañaron hasta el arco de la entrada, le dieron una antorcha y Barlow avanzó resuelto por el estrecho túnel que descendía en rampa hasta la cámara. Cuando alumbró la sala con la exigua luz que lo precedía, vio cuatro estatuas que sostenían el techo desde sus cuatro esquinas, y, en el centro, el sarcófago.

Su excitación inicial se convirtió en euforia cuando confirmó la magnitud del hallazgo a través de las inscripciones en la madera reseca, y después, cuando logró separar la tapa y ver el contenido. Allí estaba la momia, completa, inmaculada, perfecta. Y en su cabeza, la corona de un faraón, y en su pecho, una versión primitiva del ankh; unas joyas milenarias únicas en el mundo y en la historia. Unas joyas que, junto con el cadáver embalsamado, lo harían famoso y también rico.

Tomó los dos objetos en sus manos y el brillo del oro se reflejó en sus ojos codiciosos. Había superado al mismísimo Carter, tan pagado de sí mismo en los círculos universitarios con su Tut-ankh-Amón, el faraón niño que ni había llegado a gobernar. Él tenía en su poder algo mucho más importante: el cuerpo del segundo faraón negro, un personaje singular, despiadado y sanguinario; el único rey conocido adorador de Apofis, la encarnación de las tinieblas y del caos, maldicho por enemigos y súbditos por igual.

Un ruido rechinante que conocía muy bien lo rodeó por los cuatro costados: piedra contra piedra. Las estatuas de las esquinas se desmoronaron en un instante, convertidas en arena. El techo de piedra se abatió sobre él y se preparó para morir aplastado. Sin embargo, la enorme losa se detuvo a treinta centímetros del suelo. Barlow, con una fuerte contusión en la cabeza, yacía boca arriba en el suelo de piedra, con el que fuera unos instantes antes el techo de la estancia a pocos centímetros de su cara. No tenía espacio para darse la vuelta. Solo podía girar la cabeza y avanzar con mucha dificultad entre las dos superficies. La antorcha arrojaba todavía una luz débil, e intentó ver lo poco que se mostraba a sus ojos. No era capaz de distinguir ninguna de las cuatro paredes, o lo que quedara de ellas; no había escombros, ni polvo. Respiraba con mucho esfuerzo, pues su pecho topaba con la gran losa del techo en cada inspiración. Un par de metros a su derecha alcanzó a ver los restos astillados de lo que había sido un sarcófago podrido, y más allá una forma humana: la momia.

El ruido había cesado. El silencio era absoluto. Barlow esperó. Una leve corriente de aire le acarició la cara. Sus colegas estaban a pocos metros, ellos encontrarían la manera, se dijo. Pero el silencio continuó, un silencio opresivo, enloquecedor. Un silencio reforzado por una oscuridad absoluta, aterradora. Una oscuridad siniestra desde que tomó conciencia del único ser que la compartía con él en esa suerte de nicho sin salida.

Barlow esperó más. Nada se oía, nada se veía. Nadie acudió. Y Barlow gritó, presa del pánico. El terror habló por su boca, el horror le nubló el juicio. Quiso morir y acabar con su tortura, pero en esa angostura, sin apenas espacio para moverse, solo podía respirar y arrastrar su cuerpo con lentitud sobre la fría piedra. La claustrofobia alimentó su locura, y la desesperación lo invadió cuando se dio cuenta de que ni el hambre ni la sed eran una salida en un lugar donde el agua filtrada se colaba por los intersticios de la gran losa, empapando el suelo y mojando su cara y sus labios; y donde unos restos de carne y piel resecas como cecina lo mantendrían con vida por mucha fuerza de voluntad que pusiera en juego.


– La esperanza de Barlow era vana, si es que la tuvo. Las protecciones de las cámaras las cerraban herméticamente; aislaban el contenido tras muchas decenas de metros de roca y arena, y él lo sabía. Ninguna actuación humana podía despejar tal volumen sino tras muchos años de trabajo incesante.

El jefe de la excavación conversaba con su colega en la entrada de la tienda. El otro asintió con gravedad:

– No puedo dejar de pensar en ello. Hemos tardado nueve años en llegar ahí, y el cuerpo ni siquiera estaba corrompido.

– A esa profundidad, sin microorganismos que aceleren el proceso de descomposición, un cuerpo puede conservarse en una especie de embalsamamiento “al aire”. Ha ocurrido otras veces. Es como poner un filete en una nevera.

– Doctor, usted ha comprobado lo mismo que yo. Barlow… ¡Ese hombre murió hace apenas unos días!

– Piense lo que quiera, pero no lo haga con mucho ahínco. Esta usted insinuando que… No, no puede ser…

– Tenía agua, y aire. Se estuvo comiendo a la momia hasta que el agua empezó a criar esos bichos repugnantes que invadieron todo el suelo. Tenía oxígeno, agua y alimento, y usted mismo vio el rastro de sus idas y venidas por toda la cámara. Doctor, por muy espeluznante que pueda parecerle, Barlow ha permanecido vivo todos estos años, arrastrándose como un gusano entre las dos superficies de piedra en que vivió emparedado hasta su muerte. Probablemente enloqueció mucho antes, o eso prefiero pensar.

– ¿Cómo era esa frase, la del jeroglífico de la entrada? “Suplicará por la muerte, pero no morirá, y se arrastrará para siempre”. No sé, no la recuerdo bien, pero era algo así.

– No morir nunca, arrastrarse por siempre. Se toma como una falsa superstición de los nativos, pero, dadas las circunstancias, empiezo a pensar que esas palabras son una maldición genuina, y que Barlow fue víctima de su propia codicia y luego de la horrenda voluntad del segundo faraón negro.

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