El foso (relato)

Un relato corto tan cenagoso como el foso de un castillo, y es de Sutter Cane (JLBelloq, Círculo del Ludófago)

El foso

por Sutter Cane

“Crónicas de las guerras de San Jorge, por Antoine Le Fanne. Copia del manuscrito original hallado en el monasterio de San Jorge, y traducido por Juan de Ávalos y Querol”

Tan pronto como las aviesas líneas de la luz del sol teñían de claridad la infernal bóveda oscura de la noche que habíamos dejado atrás, y mi cuerpo dolorido comenzaba a tomar consciencia de sus entumecidos miembros por dormir al raso entre las duras peñas, las primeras cornetas sonaron al alba para inducirnos a la prisa y no dejar el cuerpo despertar a su debido tiempo. Cuando el horizonte estaba claro, ya toda la ciudad ambulante en la que se había convertido el campamento en derredor del castillo, era todo un bullir de espadas afiladas. Sorteando las mugrientas tiendas haraposas serpenteadas por los caminos de barro, orín y excrementos de caballo, los soldados y caballeros corrían para disponerse en sus filas mientras, diseminados por allí, los rechonchos clérigos repartían bendiciones a diestro y siniestro deseando las mejores venturas para la batalla.

Delante de nosotros se erguía el Castillo de Peñanegra, una robusta construcción de innumerables años caída en desgracia tras desgracia, y que a nuestro último conde se le antojó dentro de sus términos, y de localización ideal para nuestra guerra contra huestes del condado adyacente. Una fortaleza sencilla y bien construida, aunque poco poblada, perteneciente a una extinguida orden de nobles que en algún momento perdieron la fe por la palabra de Dios, y de la que nada se sabía hace años. Cosa que a nosotros ni al conde nos importaba, ya que solo teníamos que arrasar fieramente y proseguir como hacemos en nuestras incursiones.

Tras la durísima y mortal lluvia de rocas que a golpe de catapulta precipitamos sobre aquel macizo castillo, nuestro superior ordenó el asalto inminente sobre la fortaleza. No obstante, aunque habíamos mermado implacablemente la superficie del castillo, la puerta principal, construida en maderos enormes y macizos requería de unos últimos ataques a manos de un enorme y astilloso ariete de madera, con forma de cabeza de macho cabrío.

Tan pronto como el noble que comandaba nuestras fuerzas vociferó la orden de mando, nos lanzamos ladera arriba hacia el castillo gritando como posesos y poniendo en boca todos los rezos y alabanzas que hacían alusión a Cristo y, en su nombre, empujamos el ariete cuesta arriba hasta hallar la horizontal más cercana a la puerta. Desde allí pudimos ver cómo aun nos aguardaba el típico foso inundado con agua putrefacta, con un puente levadizo que nos hizo maldecir el buen hacer que tuvieron los malditos hijos de mil putas que construyeron tan acertadamente aquel consistente castillo. Tan pronto como nuestros nobles vieron aquel entuerto, mandaron rápidamente a los mozos e incluso a los monjes a por los troncos de reserva que muy acertadamente nuestro maestro artesano había previsto para estos menesteres.

Entre tanto y tanto empezó a llover para gracia de Dios y de los agricultores y desgracia nuestra, y mientras construíamos a pasos forzados un puente para cruzar el apestoso foso de aguas negras y estancadas, nos hundíamos en el barrizal formado a tenor de la lluvia y nuestras bravas pisadas hollaban el terreno.

Durante el esfuerzo yo me limitaba a pensar por qué nadie de los interiores del castillo se aventuraba a defender, dejándonos construir libremente.

Ya por la tarde y con el barro hasta en la boca, teníamos a punto el puente y comenzamos a empujar con ayuda de Dios el ingenioso y potente ariete sobre el puente y en un último esfuerzo, al borde de la extenuación, conseguimos pasar el foso y precipitarlo en un primer impacto contra la puerta, quedando el foso putrefacto a nuestra espalda.

Golpe tras golpe empezamos a abrir mella en los poderosos maderos de la puerta y yo pensaba para mis adentros por qué diablos nadie asomaba su cabeza por las almenas y nos arrojaba aceite hirviendo, piedras, o cualquier otra cosa. Porque aunque el nauseabundo olor mefítico de aquel putrefacto foso de aguas negras era harto desagradable, no alcanzaba como para repeler nuestro ataque.

No había yo terminado de poner en pie mi reflexión mental cuando detrás de nosotros unos chapoteos sordos reclamaron mi atención y volví la cabeza un segundo. Solté el amarre del ariete, y me precipité en mi huida, tan desafortunadamente que uno de mis superiores, para frenar mi huida, me propinó con su propio antebrazo un terrible golpe que me rompió la nariz y me hizo caer de espaldas.

— ¿Dónde te crees que vas hijo de mala madre? —vociferó como un loco mientras escupía saliva en mi rostro al gritar— ¡Vuelve a la fila, hijo de perra, o te rebano el cuello como a un cerdo!

No había terminado de recitar su amenaza cuando de repente fue succionado por una especie de tentáculo enorme del tamaño de tres cerdos y con forma de babosa que surgía del fétido foso. Uno de los soldados, que lo vio todo, soltó un alarido de terror que puso en alerta a toda la hueste que se volvió a mirar qué ocurría. No se habían terminado de girar, cuando otra deforme protuberancia enorme y negra con forma de lombriz salía de la ciénaga y escupía en la propia cara de los soldados los restos metálicos de la armadura del pobre noble entremezclados con jirones de carne, sangre y tripas. Los estupefactos lanceros y caballeros se miraron entre sí despavoridos, soltaron el ariete, que cayó en seco entallando a un pobre soldado que quedó allí atrapado por el pie, y trataron de salir corriendo como alma que lleva el diablo.

Pero tan pronto como se produjo el alboroto, todo el anillo del foso que envolvía al castillo se revolvió completamente en espeluznantes estertores, mientras surgía una especie de criatura gusano, de color negro, tan fláccido y deforme que no se distinguía donde era agua infecta y podrida y donde era parte del engendro, que de largo rodeaba completamente el foso.

Según surgió la criatura descomunal  que daba la vuelta al castillo y que prácticamente ocupaba todo el foso, por sus asquerosas protuberancias escupió a la cara de los soldados una especie de sustancia que en el instante, y profiriendo unos gritos espantosos, comenzaron a deshacerse en jirones de carne y piel. Con otro apéndice parecido a las patas delanteras de una mantis, la bestia dio un zarpazo a la multitud que se congregaba en el improvisado puente de maderos, rebanándolos a todos y haciéndolos salir despedidos entre vísceras, mientras yo me escondía hecho un ovillo entre las tripas de un caballo abierto en canal.

Tras unos aspavientos más, el horripilante espectáculo terminó tan repentinamente como había empezado. Se hizo la calma total y tan solo se oía la lluvia caer en los barrizales. Al rato, un anciano encapuchado con una enmarañada barba abría ligeramente las puertas del castillo mientras la criatura se sumergía a duras penas en el foso dando la vuelta completa, allí donde anidaba y le servía de cubil. El viejo profirió unos signos y unas palabras, y cerró la puerta.

Tardé horas en salir de mi escondite. Cuando la noche se hizo con el lugar, me fui sigilosamente.

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Uruk Valandil

A veces la cobardía es la salvación jejeje