La historia de Enthas (relato)

Una metáfora indefinible sobre la alienación y el amor, o algo así (JLBelloq, Círculo del Ludófago)

La historia de Enthas

por Astro Riser

     Era de un pueblo pequeño, una pequeña villa llena de colorido y gente agradable, un sitio en el cual la vida afloraba por todas partes. Pero a él no le importaba: habitaba allí, pero no vivía allí; vivía mucho más lejos de su pueblo, vivía en un mundo con fronteras de acero que fue construyendo poco a poco, piedra por piedra, con sus propias manos. Era un mundo muy pequeño en el que siempre era de noche, un mundo irreal, un sitio que le encantaba y confundía al mismo tiempo. Era triste, gris, desolador, inhóspito, un lugar donde los árboles nacían muertos y no había sitio alguno para la esperanza. Ese sitio era su cárcel, su condena perpetua por unos crímenes que no había cometido. Ese mundo estaba embrujado.

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Avaricia (relato)

 Un relato inquietante ambientado en el mundo creado por la mente enferma de H. P. Lovecraft, escrito por una mente no menos enferma que la suya (JLBelloq, Círculo del Ludófago)

Avaricia

por Sutter Cane

     Entre el abanico de las emociones que se pueden ocultar a los demás, no se encuentra la culpabilidad. Es una fase emocional que contrae los músculos de la cara de tal manera que hace fácilmente reconocible el estado en el que se encuentra una determinada persona. Ustedes podrían entrar en un tugurio cualquiera y distinguir a todos los pobres hombres que padezcan culpabilidad. No hay whisky que lo disimule, ni humo de tabaco que lo esconda. Es una mezcla de arrepentimiento y culpa que se agarra al alma y no da respiro alguno ni de día ni de noche. Los bares nocturnos de carretera están plagados de tales situaciones.

Uno de estos locales humeantes era “El Zorro Verde”, donde me encontré con un pobre diablo llamado Simón Ossorio. El hombre se hallaba en la unión de la barra del bar con la pared, donde la luz apenas alcanzaba. Conservaba el rictus serio y amargado, y una cerveza en la mano. Tenía el rostro marcado por cicatrices y arrugas; los pómulos y la boca, duros y patentes. Poco tardé en sentarme junto a él y abrir conversación de la manera más estúpida que se me ocurrió: “¿no es usted de por aquí, verdad?”. El hombre, medio borracho, me contestó que no, y que yo tampoco lo era. Tras un vago e insulso intercambio de frases pronunciadas apenas con la cantidad justa de cortesía, el hombre, que parecía a la vez absorto y ansioso de desembarazarse de una terrible carga, se quedó mirándome fijamente. Al rato, sin vacilar y deseoso de contar a quien fuera lo que tan ardientemente le atribulaba, me dijo: “venga aquí, arrímese, que le invitaré a una copa, pero sólo si oye mi historia”.

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