Una metáfora indefinible sobre la alienación y el amor, o algo así (JLBelloq, Círculo del Ludófago)
La historia de Enthas
por Astro Riser
Era de un pueblo pequeño, una pequeña villa llena de colorido y gente agradable, un sitio en el cual la vida afloraba por todas partes. Pero a él no le importaba: habitaba allí, pero no vivía allí; vivía mucho más lejos de su pueblo, vivía en un mundo con fronteras de acero que fue construyendo poco a poco, piedra por piedra, con sus propias manos. Era un mundo muy pequeño en el que siempre era de noche, un mundo irreal, un sitio que le encantaba y confundía al mismo tiempo. Era triste, gris, desolador, inhóspito, un lugar donde los árboles nacían muertos y no había sitio alguno para la esperanza. Ese sitio era su cárcel, su condena perpetua por unos crímenes que no había cometido. Ese mundo estaba embrujado.
No estaba sólo, el lugar lo regía un Dios demasiado fuerte para Enthas, lo regía el Dios más poderoso de todos. Tenía tanto poder que con un solo chasquido de sus dedos podía gobernar la voluntad de cualquier hombre. Era enorme, majestuoso, tétrico. Este Dios mantenía encarcelado a Enthas en su mundo porque su poder provenía de él. Cada día que pasaba doblaba su tamaño gracias a Enthas, se alimentaba de él. Este Dios maligno se llamaba Miedo.
A veces, cuando se sentía con fuerzas, Enthas intentaba escalar esa enorme pared que lo separaba de la vida, que lo mantenía en esa prisión sin puertas ni ventanas, pero Miedo sabía muy bien cómo retenerlo en su pequeño mundo compartido. Miedo lo confundía con visiones del exterior distorsionadas, encantamientos que volvían loco a Enthas: se veía a sí mismo en un mundo distinto donde la gente lo ignoraba, lo odiaba, lo despreciaba. Era entonces cuando desfallecía, dejaba caer su cuerpo muerto desde toda la altura que había recorrido escalando el enorme muro de acero frío, y se golpeaba violentamente contra el suelo. Como bien sabía Miedo, Enthas empezaría a llorar como un niño y a lamentarse de sí mismo, como tantas veces lo hizo antes. Ése era el momento en el que Miedo se hacía enorme, era justo cuando drenaba más poder de Enthas y se reía a carcajadas del dolorido y lloroso preso, que yacía ínfimo ante su vista.
Miedo era un gran hechicero. Hacía varios años que había lanzado el sortilegio que hacía creer a Enthas que esas paredes que lo encierran son insalvables, que son de un acero de tanta pureza que ni el más diestro de los herreros podría fundirlo. Lo que sabía Miedo y Enthas ignoraba era que esas paredes eran tan frágiles como las alas de una mariposa. A la vista de Miedo, Enthas sólo era un muchacho lleno de temor dando vueltas en círculo sobre un terreno llano.
Cuando Enthas se sentía sólo y deprimido, Miedo se regodeaba en su desgracia inventando una felicidad falsa para él, una felicidad irreal que lo hechizaba, que le hacía amar el mundo en el que vivía, para desencantarlo cuando se sentía más feliz y desvanecer sus sueños en un instante. Entonces Enthas volvía a llorar y a lamentarse de sí mismo. Miedo sabía muy bien lo que hacía: le hacía perder la esperanza de encontrar la felicidad, hasta que llegara a pensar que no existe. Eso lo mantenía más unido a su mundo, pues hacía pensar a Enthas que felicidad es igual a dolor.
Fuera de su barrera imaginaria se extendía todo un mundo donde la hierba crecía alta y verde y en lo alto del cielo lucía un sol resplandeciente que acariciaba el agua de los tranquilos ríos llenos de vida. Un mundo lleno de emociones y sentimientos, de nuevas experiencias, de felicidad. Un mundo inmenso impensable, inconcebible para Enthas.
De vez en cuando escuchaba voces del exterior, voces que le hablaban de la majestuosidad del mundo exterior, voces que le tendían la mano para salir de su mundo y le juraban felicidad. Pero ¿cómo sabía Enthas que no era mentira? Era totalmente incapaz de diferenciar el sentimiento de felicidad real del falso provocado por Miedo. Era entonces cuando pedía a esas voces que se marcharan, que no volviesen nunca, que no tenían nada que hacer en su mundo. Las voces suplicaban una oportunidad de demostrar lo feliz que sería fuera de ese mundo, pero Enthas las ignoraba. Miedo lo cegaba.
Enthas ya estaba totalmente vacío de esperanza, no había sitio en su corazón para la felicidad, solamente para el resentimiento. Miedo, inmensamente enorme, había visto cumplido su propósito a la perfección: Enthas sería su esclavo eternamente.
Pasaron los años y siguió encerrado en su cárcel con esa luna negra permanente por encima de su cabeza. Un día no distinto a otro cualquiera, de repente, sin previo aviso, sonó una voz frágil como un soplo de viento en la noche que hizo estremecer a Miedo. Enthas se levantó del suelo, sorprendido por la calidez de esa voz. Era una voz de mujer, tenía algo distinto de las demás que había escuchado antes. Miedo lo miró fijamente desde la altura y rápidamente creó una ilusión maligna para distraer la atención de Enthas. Él volvió a sentir miedo, temía más dolor; se sentó en el suelo tapándose los oídos, llorando y negando con la cabeza. Pero la voz seguía sonando.
Estaba confundido, no sabía lo que le ocurría, empezó a sentir cosas que nunca había sentido, se sentía confuso al descubrir esos nuevos sentimientos antes muertos. La voz le hablaba de la felicidad, muy suavemente, y le invitaba a ir a su mundo, pero, a su vez, Miedo contradecía esas palabras con sus demoníacas visiones del exterior, como tantas veces había hecho antes. Mas la voz no se iba.
Cada vez que sonaba parecía que las paredes temblaran y se agrietaran. Enthas podía ver el temor en el rostro de Miedo, que parecía decrecer y se esforzaba al máximo por que no se escuchara el sonido proveniente de detrás de esos muros. Pero sus visiones le mantenían aún paralizado.
Enthas se volvía loco, gritaba de desesperación por no saber a quién creer, si a la voz desconocida o a lo que le hacía creer Miedo. Estaba desquiciado, mirando al suelo, fuera de sí; quería acabar con todo y tenía que ser ya, y, por un momento, se detuvo el tiempo, se hizo el silencio y la voz dijo: “Enthas, ven a mí”.
Entonces Enthas alzó la vista hacia el muro, se secó las lágrimas con un movimiento rápido y empezó a andar hacia allí con paso lento y decidido. Miedo volvió a lanzar su fatal sortilegio de felicidad falsa que le obligaba a pensar que era feliz en su mundo y que nada que proviene del exterior puede ser bueno. Pero Enthas dijo: “Esta vez no” y siguió con su paso firme, imparable, hacia el muro. Miedo cada vez menguaba más.
A cada paso que daba, a Enthas le latía más fuerte el corazón. El negro resentimiento comenzó a tornarse en verde esperanza y el cielo comenzó a aclararse dejando asomar algún rayo de luz entre las negras nubes.
Al llegar a la altura del muro metálico, Enthas no se detuvo, siguió hacia una mano abierta que se vislumbraba entre las toscas placas metálicas y, simplemente, la tomó y cruzó el muro como si atravesara un retazo de niebla espesa y encaró a la mujer que le había sacado de su prisión imaginaria. La miró a los ojos, la abrazó y, sin soltarse, le dijo: “Me has hecho recuperar la esperanza, te lo agradeceré siempre”, a lo que ella respondió: “Tu lo hiciste por mí”, y Enthas observó cómo una fortaleza metálica se desvanecía tras ella.♣
Preciooooosooooo.
Con lágrimas y todo
Muy bien escrito. Sentimientos que todos tenemos en algun momento de nuestras vidas. Enhorabuena x el relato.