Un relato inquietante ambientado en el mundo creado por la mente enferma de H. P. Lovecraft, escrito por una mente no menos enferma que la suya (JLBelloq, Círculo del Ludófago)
Avaricia
por Sutter Cane
Entre el abanico de las emociones que se pueden ocultar a los demás, no se encuentra la culpabilidad. Es una fase emocional que contrae los músculos de la cara de tal manera que hace fácilmente reconocible el estado en el que se encuentra una determinada persona. Ustedes podrían entrar en un tugurio cualquiera y distinguir a todos los pobres hombres que padezcan culpabilidad. No hay whisky que lo disimule, ni humo de tabaco que lo esconda. Es una mezcla de arrepentimiento y culpa que se agarra al alma y no da respiro alguno ni de día ni de noche. Los bares nocturnos de carretera están plagados de tales situaciones.
Uno de estos locales humeantes era “El Zorro Verde”, donde me encontré con un pobre diablo llamado Simón Ossorio. El hombre se hallaba en la unión de la barra del bar con la pared, donde la luz apenas alcanzaba. Conservaba el rictus serio y amargado, y una cerveza en la mano. Tenía el rostro marcado por cicatrices y arrugas; los pómulos y la boca, duros y patentes. Poco tardé en sentarme junto a él y abrir conversación de la manera más estúpida que se me ocurrió: “¿no es usted de por aquí, verdad?”. El hombre, medio borracho, me contestó que no, y que yo tampoco lo era. Tras un vago e insulso intercambio de frases pronunciadas apenas con la cantidad justa de cortesía, el hombre, que parecía a la vez absorto y ansioso de desembarazarse de una terrible carga, se quedó mirándome fijamente. Al rato, sin vacilar y deseoso de contar a quien fuera lo que tan ardientemente le atribulaba, me dijo: “venga aquí, arrímese, que le invitaré a una copa, pero sólo si oye mi historia”.
Me sorprendió tal alarde de sorpresiva franqueza, aunque, por otra parte, viendo su atormentado rostro esperaba que tarde o temprano me escupiese cualquier desgracia acaecida en su vida. Sin demasiado interés, pero con algo de curiosidad y sin mediar palabra, me arrimé a su lado muy despacio, desconfiando y, sin saber qué decir. El hombre le dio un trago a su cerveza y comenzó su historia.
“Yo llegué a tener mucho dinero ¿sabe usted?”, comenzó.
Según parece, fue un pescador en una pequeña localidad costera pobre y mugrienta, llena de personas de pocas miras, sencillas o simplemente despreocupadas, donde llovía la mayor parte del año. El hombre utilizaba lo que pescaba para consumo propio, ya que apenas vendía nada y el hambre llamaba últimamente a su puerta con más asiduidad de la normal. Un lugar decadente donde había vivido toda su vida, y en el que ocurrieron los espantosos sucesos que me contó a continuación, entre las fechas 8 de octubre y 23 de noviembre de aquel mismo año.
Por lo que sabía, desde su adolescencia Ossorio se ganaba la vida como pescador en un pueblo sin peces, levantándose de madrugada y saliendo a mojarse hasta los huesos para volver a casa arrugado como una uva pasa.
Aquella tarde del 8 de octubre de 1975, mientras pescaba, el viento enrarecido empezaba a soplar con más fuerza, hasta que el hombre, arrancado del estupor del trabajo por una violenta sacudida de aire, levantó la cabeza y pudo ver que había estado tan metido en faena que, sin darse cuenta, una tormenta negra y tardía se había abalanzado sobre él, como un felino hambriento se abalanza sobre una presa que no se da cuenta hasta que ya lo tiene encima. Tal fue la rapidez de los acontecimientos que cuando dio en sí, varios golpes de viento zarandearon la embarcación de tal manera que, cuando pudo dominar la nave, ésta se perfilaba perfecta para estrellarse contra la zona más acantilada de la costa cercana. Ossorio, tras una vida trabajando en el mar, era bastante diestro en su oficio, y manejó la embarcación con la pericia suficiente como para eludir las rocas y no estrellarse en el acto. Mientras, los rayos y truenos acompañaban a la lluvia que despedía una inmensa nube negra que se cernía sobre su cabeza. La lluvia y el oleaje daban manotazos en la cara del navegante, quitándole la visibilidad. Fue en un breve respiro que le concedieron las embestidas del mar, cuando pudo erguirse y mirar fugazmente el lugar donde se encontraba con respecto a las rocas, el momento en que vio un rayo centellear contra el acantilado que tenía en frente, justo en una oquedad a ras del agua. Tan pronto el relámpago crujió contra la roca, ésta se partió, desprendiendo numerosos fragmentos que cayeron al agua junto con el terrible sonido del trueno que llegó un segundo más tarde. Ossorio pudo ver entonces que el impacto y derrumbe posterior habían dejando al descubierto una pequeña cueva al nivel del agua, donde se formaba un remanso medianamente tranquilo, ya que las embestidas del mar eran frenadas unos metros antes por una barrera enorme de rocas que la envolvían como si fuera un brazo gigante. Tan pronto como lo vio, el pescador se dirigió de inmediato con suma pericia, para ponerse a salvo en la pequeña caverna hasta que la tormenta amainase.
Cuando volvió la tranquilidad, Ossorio observó con atención aquella oquedad que seguramente llevaba sin ser vista por nadie desde tiempos remotos. Probablemente, pensó, se inundaría cada noche cuando la marea subiera. En ella pudo encontrar diversos tipos de mariscos que probablemente pudieran venderse a buen precio. La caverna parecía bajar hacia el fondo del mar, hasta sabe Dios qué profundidad. Su forma era extrañamente regular, y en algunos puntos parecía haber sido horadada por alguna inteligencia. Pero lo que más le llamo la atención fue un pequeño monolito inclinado, de roca verdosa, con algunos surcos sobre él, que indicaban que probablemente aquello fue parte de alguna construcción cincelada por la mano de alguna civilización antigua. Sobre sus rocas, un extraño racimo bulboso colgaba de los cuatro costados del arcaico monolito. Parecían las huevas de algún pez o anfibio. Olían a marisco selecto y lucían negras con reflejos verdosos. Y su número era elevado. Parecía caviar, pero de mayor tamaño. El pescador pasó largo rato observando el monolito y la extraña sustancia.
Cuando la cosa se hubo calmado, ya anocheciendo, Ossorio salió con su barca de allí y puso rumbo al puerto no sin antes coger una muestra de las huevas que había encontrado.
Al llegar a casa, su mujer se deshizo en sus brazos, pues lo había pasado muy mal, como la mujer de cualquier pescador al notar que tardaba más de lo acostumbrado.
– ¡Simón! ¡Al fin! Creí que te había perdido… – dijo mientras lo abrazaba con fuerza – Date una ducha caliente, te prepararé la cena.
El hombre, cansado y por fin en casa, se acicaló y se puso cómodo. Encendió la chimenea y se sentó en el sillón. El pescador, al calor del fuego, le contó a su mujer cómo la tormenta lo había cogido por sorpresa y cómo el rayo cayó sobre el acantilado descubriéndole la cueva, el monolito y las extrañas huevas. La mujer examinó los huevos que había traído su marido, y al olisquearlos pudo advertir un olor tan profundamente exquisito que le dilató las pupilas al instante y transformó su rostro. Era un aroma que despertaba un instinto atávico por devorar aquellos racimos de un aspecto no muy apetecible, pero que se asemejaba a la irresistible fuerza de un canto de sirena. El pescador, conocedor de los terribles misterios y engendros venenosos que escupen el mar y la naturaleza para defenderse en determinadas ocasiones, en principio se opuso firmemente a comer algo que no sabían de qué animal procedía. Podría ser venenoso o Dios sabe qué, aunque su mujer insistía. Como no había nada en la despensa y, por lo común, los huevos de cualquier especie de pez, aún siendo venenosa, suelen ser inocuos a tan temprana edad, consintió que hiciera una prueba de sabor. La mujer los cocinó muy sencillamente y probó uno con la punta de la lengua. Luego tragó un pellizco muy pequeño con intención de esperar una hora más o menos, a ver si había alguna reacción. Para su asombro, su mujer dijo que su sabor era magnífico, un manjar.
– Jamás probé cosa más buena. Además, no hay nada más para cenar.
Ossorio se quedó callado. Cogió unas huevas de la sartén y olisqueó. El olor parecía delicioso. Torció el gesto y las miró al trasluz. Las volvió a olisquear. Miraba a su mujer que lo observaba estupefacta. El pescador frunció el ceño y se las metió en la boca. Aquello era absolutamente exquisito, jamás probó ni pez ni marisco con aquel sabor tan delicioso. Y un pescador sabe bien en qué se traduce un sabor delicioso en un mercado.
Ni qué decir tiene que, a la semana siguiente, el 15 de octubre, Ossorio estaba colocando en una tienda local, la de Antón Guialdo, su gastronómico descubrimiento, convenciéndolo de que eran de un pez común y corriente. Antón, el pescadero, negociante nato y sin muchos escrúpulos, ni se inmutó, y las puso en el mostrador para venderlas.
Durante un tiempo, la vida de Ossorio transcurrió normal y sin incidentes, pescando en la mar prácticamente para consumo propio. Hasta que la noche del día 22 del mismo mes, Antón el pescadero se presentó en su casa por sorpresa, con los ojos impregnados de un brillo especial y las pupilas dilatadas, preguntándole si podría abastecerle de mas huevas de aquellas, ya que a algunos clientes les habían gustado y habían vuelto a por más, como el drogadicto busca su siguiente dosis. Ante tan inesperada noticia, Ossorio se contentó y le prometió llevarle en un día más de las mismas huevas, ya que tan solo tenía que ir hasta la cueva y recoger algunos racimos (detalle que, por supuesto, omitió). Operación que llevó a cabo al día siguiente y por la cual abasteció al pescadero en poco tiempo.
El día 27, a diferentes horas del día, aparecieron Antón y dos tenderos más de otras tiendas del pueblo, como buitres alrededor de una vaca recién parida, a solicitar más huevas, y el 28 no quedaba ningún tendero de la ciudad que no le hubiera pedido que le abasteciera de aquel maravilloso manjar proveniente del mar.
Consciente de tal poder de adicción, Ossorio elevó el precio repetidas veces, alegando que la pesca de aquellas huevas entrañaba un peligro extremo, y adornó sus relatos con todo tipo de peligros inventados: no importó las veces que lo subiera, el impacto del producto fue tal que la gente lo compraba a cualquier precio.
Tan sólo le preocupaba al pobre pescador no saber de dónde provenían los extraños racimos y tener que mentir a los tenderos diciendo que eran huevas de una especie de “esturión gigante de agua salada”. Aunque, por si acaso, él mismo no las comía nunca, únicamente aquella vez en que las probó en su casa.
La preocupación de si estaba actuando bien pasaba por su cabeza cada dos por tres pero el sabor del dinero sí que lo degustaba, y le gustaba demasiado. Simón Ossorio y su mujer no daban crédito a lo que ocurría, el dinero entraba a borbotones en su casa. Cada día más clientes. Los tenderos se peleaban por comprarle al precio que fuera el producto y una tarde vio en sus manos la cantidad de dinero más grande que había manejado en su vida y su preocupación sobre la salubridad de su misterioso producto dejó de atribularle.
Cada vez que volvía al monolito, nuevas huevas aparecían allí. Y las noticias buenas no dejaban de llegar: una tarde, tras volver del trabajo, su mujer puso en conocimiento de Simón que por fin, por fin, tras años de frustración, iban a tener un hijo. La cosa no podía ir mejor.
Los días pasaban, todo iba bien, y Simón Ossorio se planteaba ya la exportación fuera de esa ciudad, donde, si todo iba como preveía, se haría descomunalmente rico en muy poco tiempo. Y probablemente no se equivocaba. Compró una embarcación más grande y empezó a ver precios de camionetas para transportar y, por qué no, buscó precios de alguna casa mejor para mudarse, ya que un niño venía en camino.
Las cosas empezaron a torcerse el día 15 de noviembre. Simón, como cada mañana, se levantó temprano a comer algo y a salir al trabajo; mientras observaba complaciente la barriga de su mujer cayó en la cuenta de que tenía demasiada tripa para lo poco avanzado que se encontraba el embarazo. Ya que era primerizo, no tenía mucha idea de embarazos y no sabía si era normal empezar a tener tal volumen apenas dos semanas después de quedar preñada. Simón empezó a obsesionarse con aquello y todos los días observaba cómo la panza de la mujer crecía. No dejaba de pensar en aquello; incluso mientras jugaba a las cartas con los otros pescadores y amigos dejaba caer a los compañeros preguntas de primerizo:
– ¿Creéis que es normal que en apenas dos semanas una mujer ya tenga barriga? – soltó.
– Eres un ignorante Simón. Pues claro, está embarazada. Pronto tendrá un bombo que no sabrás dónde meterla.
Todos los compañeros explotaron en sonoras carcajadas. Y siguieron jugando.
– Por cierto, ¿dónde está Ubaldo?
– Ubaldo hace tres días que no viene, está enfermo. Tiene algo jodido en el estómago y el médico no sabe qué es.
– Vaya.
– Según dicen es intoxicación o gastroenteritis.
Simón, se quedó blanco. De repente, su antigua inquietud, engullida por la avaricia, había vuelto para preocuparle. Lo primero que se le ocurrió fue que la culpable de la enfermedad del compañero podrían ser sus huevas. Aunque, por otro lado, intentaba pensar que cualquier persona puede caer enferma por gastrointeritis o algo similar, y no todas las personas que caen enfermas tendrían por qué ser culpa suya.
-…le…le preguntaré a mi mujer, es amiga de su mujer – recordó Simón.
Los jugadores de cartas siguieron a lo suyo, bebiendo y jugando.
Unos días después, parece ser que la gastroenteritis se había apoderado del pueblo. Multitud de personas se encontraban mal y Simón Ossorio perdió completamente el sueño. Para colmo, la visita de la comadrona no fue del todo ordinaria: tal y como sospechaba, el progresivo engordamiento de la embarazada era demasiado rápido. La mujer le dijo que no era normal engordar de esa manera por días. Las noticias no quedaron ahí, su mujer no se encontraba muy bien. Mas pálida que de costumbre y muy acalorada.
El día 18 de noviembre, un extraño suceso sumió a Simón en una desconcertante inquietud. A las nueve de la noche Violet, la mujer de Ubaldo, ambos vecinos desde siempre, pegaba en la puerta de su casa con aparente intranquilidad.
– Marianne, ¿podrías venir un momento a mi casa? Mi marido no se encuentra muy bien…
La mujer y Ossorio siguieron a la vecina hacia su casa. Violet, una mujer callada y que jamás molestaba a nadie por ningún motivo, sudaba bastante y parecía temer por la vida de su marido. Entraron en su casa y subieron las escaleras de madera hasta la planta de arriba donde se encontraba el hombre.
Para sorpresa de Simón y su mujer, Ubaldo no se encontraba en la cama.
– ¿Dónde está? Pensaba que estaría en su cama…– preguntó Marianne.
– Estaba…pero no aguanta, necesita estar en la bañera con agua…
Simón se adentró en la habitación y cerró la puerta, tras lo cual vio a Don Ubaldo en la bañera. La visión fue bastante repulsiva: se encontraba tumbado boca arriba, pálido, con la boca abierta y jadeando como si le faltara el aire. Sus respiraciones resonaban con silbidos en los pulmones. Estaba hinchado en sus extremidades y, lo peor de todo, un espantoso bulto bulboso enorme del tamaño de un melón crecía en su cuello.
Amablemente y con bastante sentido común se ofrecieron de inmediato para ir rápidamente a buscar ayuda al médico. Antes de salir observó que Violet tenía una barriga muy prominente.
– ¿Estás en estado? – preguntó
– Sí – dijo la mujer con una sonrisa forzada – Al parecer hay una plaga de cigüeñas en el pueblo…muchas nos hemos quedado embarazadas.
Ossorio sonrió más amargamente que otra cosa y se fué. Se disponía a entrar en casa, cuando una mujer lo agarró por el brazo. Era otra vecina del pueblo, Susanna.
– Simón, quería preguntarle una cosa…su mujer me ha dicho que no le ha especificado muy bien de qué son los huevos de pez que vende…Yo…quería saber de qué se trata.
El pescador se quedó sin habla, balbuceó palabras inconexas, y empezó a sudar.
– Son huevos de un esturión, un esturión grande…de agua dulce…de esta zona…
– ¿De agua dulce? Si lo pesca usted en el mar…
– Salada, quería decir salada.
Aquella noche no durmió. Los remordimientos de conciencia y la incertidumbre formaban en su mente sólidas nubes negras y amenazantes. Tenía la corazonada y el temor de que todo aquello tuviera algo que ver con su manjar marino.
Un día después pegaban a la puerta. Era Susanna, que la noche anterior le había preguntado y que también estaba embarazada, con la cara visiblemente desfigurada y blanca, sudando y con aspecto de estar fuera de sí. Nada más abrir la puerta, la mujer le dio una bofetada a Ossorio, que estaba estupefacto.
– ¡Es mentira! No existe el pez que usted me ha nombrado ¿sabe? Lo he buscado, he preguntado. No existe ese pez.
Ossorio sudaba aterrado.
– Si le llega a ocurrir algo a mi marido, le mataré, se lo juro. Usted nos ha envenenado, Ossorio, nos ha envenenado a todos. Voy a decírselo a todo el mundo.
La mujer se fue jadeando, caminaba con dificultad.
Después de aquello sus problemas no habían acabado. Varios tenderos se presentaron en la casa del pescador, profundamente preocupados y amenazando seriamente al desdichado Simón, que dio mil explicaciones inconexas y mal estructuradas para salir del paso.
El resto de la noche la pasó en vela. Para colmo, fue a poner la mano sobre la barriga de su mujer. Al tocarla, pudo notar que su barriga no estaba redonda y lisa como una pelota, como cabria esperar. Pudo notar cómo la panza tenía pequeños bultitos apenas imperceptibles. Llamaron a la comadrona. Tras un análisis concienzudo, ésta, asombrada, no tuvo más remedio que admitir que aquello no era en absoluto normal y que deberían concertar una visita al médico del hospital más cercano.
Aquel mismo día, Simón supo que más mujeres estaban embarazadas. Pudo notar en sus oídos los murmullos de la gente. Empezaban a susurrar su nombre y las huevas. El pueblo, con las calles casi vacías, estaba sumido en problemas. La mitad de la población enferma, una cantidad desorbitada de mujeres embarazadas.
Dejó de ir a la tasca del barrio. Los acontecimientos se precipitaron para la mañana del día siguiente. Su mujer se había sumido en unos estertores muy dolorosos por los cuales se negaba a ir al médico y andar. Presa de una palidez extraordinaria, estaba cubierta de un sudor muy espeso y tenía accesos de calor terribles. Asustado y sabiéndose un hombre inexperto, Simón cruzó bajo la fuerte lluvia de esa mañana hasta la casa de Violet, desesperado, para pedirle ayuda. Nada más llegar a su puerta se puso a llamar como loco. Pero la mujer no le abría. El hombre redobló la fuerza y la intensidad de la llamada. “¡Ábrame por favor! ¡Mi mujer no se encuentra bien!”. Tras un buen rato golpeando la puerta, la mujer abrió. Para desagradable sorpresa de Simón. Se encontraba bastante pálida y desfigurada. Con una barriga enorme y bulbosa. Con las piernas arqueadas y apenas respirando, su aspecto era peor que el de su esposa.
El pescador entró en la casa por inercia, extasiado, sin saber qué decir. Cuando arrancó a hablar, le preguntó a la mujer que desde cuándo se encontraba en ese estado y cómo se le ocurrió no pedir ayuda inmediatamente. La mujer alegó que no tenía fuerzas. Pero por su cara medio desfigurada pudo comprobar que había algo más.
Sentado en el sillón, comenzaron a caerle gotas de agua en las piernas, que provenían de una gotera en el techo, justo donde se encontraba la habitación superior. Simón no tardó en saltar del sillón para subir a la habitación, haciendo caso omiso de la pobre mujer que le suplicaba que no lo hiciera y que, debido a su estado, hacía vanos intentos por sujetar al hombre. La horrible imagen que pudo contemplar después dejó al pescador estupefacto: lo que parecía Don Ubaldo se encontraba tumbado y pataleando boca arriba en lo que parecía una gran bañera improvisada en la habitación, construida con restos de la casa que la mujer había manufacturado intentando hacer una bañera grande, de tres metros de diámetro, que hacía agua por todas partes y que mantenía llena con un grifo constantemente abierto. Dentro, en el centro, cubierto por una substancia gelatinosa, tumbado con las piernas arqueadas como un sapo, con dos descomunales bulbos en el cuello, yacía Ubaldo, deformado y profiriendo guturales sonidos y quejidos por su boca, que soltaba asquerosos esputos babosos. Los párpados los tenía hinchados de tal modo que casi no podía abrir los ojos. Bajo los brazos tenía unas pequeñas aberturas por las que salían viscosos líquidos y los dedos de manos y pies le habían crecido sobremanera.
No obstante, a pesar de su aspecto inmundo, el “hombre” chapoteaba con aspecto parecido al de un bebé feliz que apenas tiene consciencia. Tras la pavorosa visión, Simón salió corriendo de la habitación y bajó las escaleras para correr a su casa apartando a la pobre vecina embarazada y deformada. Desde el porche de su casa lo señalaba con su dedo índice gritando: “Tú tienes la culpa, Simón Ossorio, ¡estoy segura de que tú tienes la culpa!”,llamando la atención de los dos o tres transeúntes que bajo sus chubasqueros cruzaban la calle mientras llovía a mares.
La cosa se puso aun peor cuando, a las dos de la mañana, el alguacil del pueblo tuvo que desperdigar una muchedumbre encolerizada que se dispuso frente a su casa, pidiendo explicaciones sobre las malditas huevas que había vendido. Uno de los vecinos llegó a romper una ventana de una pedrada para que saliera el acusado a la calle. La suerte estuvo de parte de Ossorio cuando, en última instancia, la autoridad disolvió la manifestación llamando al orden y a la cordura, no sin antes amenazar seriamente al irresponsable vendedor con que tendría que dar explicaciones sanitarias de dónde habían venido aquellas suculentas pero tóxicas huevas provenientes del abismo marino.
El día siguiente fue un martirio mental para el pobre Simón Ossorio, que notaba cómo la abisal negrura de las nubes que descargaban continuamente la lluvia sobre aquel pueblo parecía una sutil metáfora de su destino. Incesantes lamentos agónicos tras las ventanas de las casas, extraños sonidos guturales por doquier y miradas acusadoras allá por donde pasaba o cada vez que se asomaba por la ventana. La agonía duró hasta la tarde, cuando por segunda vez un grupo de gente se plantó frente a su casa, vociferando para que saliera. Por segunda vez, el alguacil, visiblemente enfermo, hizo acto de presencia para salvarle la vida. No obstante, lo hizo salir a la calle para dar explicaciones a las malas en lo que respectaba a las malditas huevas. Nadie parecía ya en su sano juicio en el pueblo. El hombre temía encontrarse ante una muchedumbre de gente enloquecida de la que no saldría vivo.
Hacia las 10 de la noche, cuando el pobre pescador se disponía a explicarse, flanqueado por un grupo de vecinos del pueblo, los acontecimientos se precipitaron ya de forma irremediablemente fatal, provocados por una espantosa escena. En la plazoleta del húmedo y lluvioso pueblo, entre el gentío, irrumpieron los agonizantes gritos de Violet. Fueron de tal calibre espeluznante, que hicieron enmudecer el improvisado juicio bajo la lluvia. Se abrió la puerta de la casa de Ubaldo y tras la puerta, prácticamente reptando como un animal al que han mutilado las piernas, apareció Violet arrastrándose. Completamente desfigurada, bulbosa, pálida y cubierta de una extraña sustancia, reptaba entre terribles estertores de dolor. Llena de barro y ayudada por algunos vecinos que pedían ayuda alarmados, colocaron tumbada boca arriba, en el medio de la plaza, lo que unos días atrás fue una persona humana. El espectáculo aterrador, en medio del corro de gente, mujeres “embarazadas”, hombres enfermos y desfigurados, terminó de manera brusca, cuando a Violet, presa de un dolor terrible y sujetada de la mano por algunos vecinos, le reventó el vientre literalmente por toda la plaza, esparciendo vísceras y huevos viscosos por todo el lugar. Alevines y renacuajos negros de extraños seres acuáticos salieron desparramados de su vientre en todas direcciones, coleando entre el barro y serpenteando en busca de charcos donde guarecerse. La escena era espantosa. La mujer, o lo que quedaba de ella, murió inmediatamente. La muchedumbre se colapsó, unos salieron gritando al conocer la suerte que les esperaba próximamente y huyendo despavoridos. Otros comenzaron a buscar a Simón Ossorio, que para sorpresa de los allí presentes, aprovechando el estupor de la escena, había escapado corriendo.
Simón corrió y corrió todo lo que pudo, sin parar, sin mirar atrás. Huyó y se escondió. Cerró los ojos y quiso dormir, olvidar, pensar que aquello fue una pesadilla. No quería acordarse de su casa, de su vida, de su mujer, a la que había dejado abandonada. No quería acordarse ni de su propio nombre.
Nunca más se supo nada del pueblo, ni jamás quiso volver para comprobarlo.
El hombre, borracho, terminó de contar su increíble historia. Yo, que escuchaba con la boca abierta y con la expresión de estar visiblemente trastocado por el relato, volví en mí, intentando recomponer mi rostro y reaccionar, tras lo cual regresé a quedarme inmerso en el rostro lleno de culpabilidad de aquel hombre.
– Ésta es mi historia, caballero, yo soy Simón Ossorio, el culpable. Ésta es la prueba de mi vergüenza.
El hombre, ante mi estupor, abrió su gabardina de par en par, mostrándome cómo su estómago estaba lleno de bulbos y escamas de reptil. Ganglios y agallas flanqueaban sus costados. Recordaba a algún primitivo anfibio habitante de alguna ciénaga podrida.
Salí del bar asqueado. Nunca más supe nada de él.♣
Que paranoia mas entretenida jejeje