4º relato concursante del VII Concurso de microrrelatos -Noche de Difuntos 2022

PETITE MORT
Juan Carlos Ceballos Cristiano 

La noche de octubre en la que llegué desde París escondido entre los palés de un tren de mercancías me invitaron a una fiesta para actores sólo porque sabían que vestía bien. Y a pesar de que nunca salía en las fotos, aparecí en un pijama de dos piezas de seda negro que me había regalado uno de los barones. Para disimular el aliento podrido de mi boca a ratas y flores muertas centré mi atuendo en unas gafas de sol de espejo violetas. Ana quiso presentarme a alguien.

-Lloyd, acércate, quiero presentarte a Leilo.

Un segundo antes de darnos un apretón de manos resbaladizo y húmedo de pantano, mis ojos ya tornasolaban de verde a rojo como vidrieras. Él era vástago de Lestat y yo de Louis. Nadie imaginaba la razón que nos obligó a huir de la fiesta. La excusa fue la de mi respiración ahogada a causa de mucho deambular descalzo de lápida en lápida como en un jardín japonés eterno, y gracias a mi asombrosa y quejumbrosa interpretación nadie se molestó. Nos dirigimos a su apartamento.

Era una madriguera.

En medio de la oscuridad total del enorme agujero vacío cavado bajo la tierra, un único ataúd. El techo de raíces era tan bajo que no podíamos mantenernos erguidos. Yo alargaba una eternidad el irme a dormir con él pero el ritmo de nuestras sienes comenzó a acompasarse. Él se introdujo y se relajó en horizontal suspirando, y a continuación yo también, reposando lo máximo posible mi cuerpo sobre el suyo como si no quisiera matarlo.

Realmente éramos de la misma altura.

Unimos nuestras cuatro muñecas. En el fondo quería demostrarle que podía ser cruel. Casé mis labios púrpuras contra los suyos acolchados como camas de agua que iba a pinchar. No pudo disimular ni la rabia ni la excitación. Sabíamos que éramos más que dos no muertos. Cerró el ataúd y se hizo la madrugada en Milán.

Quiso que lo hiciéramos sobre el tejado del Duomo y como lo hacen los vampiros: con la cabeza. Estábamos a ciento cincuenta y siete metros de altura y a ciento cincuenta y siete años de nuestras conversiones. Las agujas y las cruces se clavaban sólo con mirarlas de reojo y me daban arcadas. El bosque de pináculos por el bosque de pinos.

No sentía la brisa, ni siquiera a través del recuerdo. Abrazados, éramos un animal de ocho patas. Deseando estar desnudos, el momento era romántico y gótico. El dolor de las encías en las que brotaban los caninos como navajas era insoportable. Parecíamos dos serpientes enfurecidas. Éramos a la vez la víctima y el cazador. Los besos delicados en las manos antes del baile aparentaban ser disfraces educados para beber la sangre el uno del otro, y así adquirir los poderes de nuestros dueños y su amor incondicional. No era necesario acariciarnos más para conseguir nuestro objetivo, pero aun así lo hicimos. Ni las estrellas nos resultaban interesantes.

-Lestat, -Louis, -Lestat, -Louis, -Lest… – susurrábamos.

Daba la impresión de que alguien nos estaba dirigiendo. No improvisábamos.

Mi venganza fue morder por fin su antebrazo, lo penetré con mis ya asquerosos colmillos y brotó la sangre dejándonos empapados, y él, a continuación, hizo lo mismo implorando con los ojos a la luna mientras me abrazaba fuertemente para que no levitase.

Los ojos se me pusieron en blanco cuando me lamió el cuello con aquella lengua caliente de mármol, y vislumbré entre las sombras del cielo unos destellos de éxito solar llenos de melancolía. Obligados por un mandato supersónico de aullidos de lobos heridos, de lechos victorianos y de caimanes devorándose, continuamos perdiendo aún más la noción del tiempo.

Estaba amaneciendo.

Nos arropamos con su capa española y desaparecimos para los dos mundos. Por fuera, una bola negra, por dentro, intimidad de cabaña en el árbol. Nuestras melenas entrelazadas. Mi cabeza sobre su pecho vacío no dolía pero nuestra relación con la inmortalidad ya era letal después del placer. Rastreábamos nuestros alientos. Inscribimos con nuestra uñas de forma pausada nuestras iniciales sobre el tejado. Ya nunca estaríamos.

-Lestat, -Lloyd, -Louis, -Lelio, -Lestat…

Con lo ofensivo del sol surgiendo sobre el horizonte como público, y los santos y las gárgolas como reparto, en esta escena final del último ensayo general de nuestras vidas, aprovechamos para recordar nuestro pasado como actores en el Théâtre des Vampires parisino. Muy enérgicamente en la calma nos estábamos dejando llevar por el método.

Progresivamente sentimos un aplauso mudo que no pudo caldear de nuevo nuestros no huesos, una ovación reservada por parte de nuestros directores circunspectos en algún lugar entre Europa y Nueva Orleans.

El sol caía sobre nosotros como un telón que ardía. Quisimos descansar de aquellos papeles. El verde y el azul de nuestros ojos mutaban a cada vez más oscuros, las puntas de los capiteles pinchaban más afiladas, no descifrábamos en qué siglo nos encontrábamos.

– Leilo -Lloyd, -Leilo, -Lloyd, -Leilo, -Lloyd…

Milán se convirtió en un silencio sagrado, en un teatro funerario y en un morir sobre las tablas. El infinito no pesaba. Quedamos tan relajados que se hizo la luz del día y alguien contó que morimos.

Las cenizas volaron.

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