Cosmo Ouroboros (relato)

Un viajero insólito y un universo para descifrar, en un relato en que la aventura y la paranoia se confunden (JLBelloq, Círculo del Ludófago) 

Cosmo Ouroboros

por Sutter Cane

Llegué a las proximidades de Caronte tres mil cuatrocientos sesenta y dos días después de mi partida, a bordo de la “Principia”, y al borde del colapso mental, ya que el hombre no está preparado para largas estancias sin contacto humano. Para cuando mi misión llegaba a su término, descubrí un terrible fallo de cálculo que desarmó toda la esperanza que quedaba en mí, para construir por momentos un insufrible reloj mental de cuenta atrás en el que se aproximaba mi muerte.

Cuando estuve en la órbita de Caronte, cerca de Plutón, el ángulo de entrada era un grado por debajo de lo precisado. Un solo grado. Lo que para cualquier ser humano no representaba una desviación mínima en sus vastas mediciones, para la brillante mente de un astrofísico  implicaba que, calculando el ángulo de incidencia, y la enorme velocidad que desarrollaba la nave, el resultado final de la ecuación era el impacto inminente en cuestión de unos días contra el satélite de Plutón.

Recalculé lo que buenamente pude con todos los medios a mi disposición y haciendo uso de todo mi potencial matemático (que no era poco), busqué dónde pudo estar el fallo. Quizás un fallo de números, o quizás el imperceptible influjo gravitatorio de cualquiera de los innumerables cuerpos estelares a lo largo del sistema solar. Probablemente alguna luna de Júpiter. El error pudo estar en obviar lo que no debimos obviar. La órbita de Plutón dura doscientos cuarenta y ocho años ¡doscientos cuarenta y ocho! Quizá en el punto más lejano de su órbita, algún asteroide perdido, incidió en los cálculos.

Tras horas de inagotable flujo mental derrochado sobre el papel, computaciones y calculadoras, mi clarividencia dijo basta. Caí agotado sobre el sillón del piloto como si llevase cien años pensado. Tras un rato de vacío mental, dilucidé fríamente (casi fuera del contexto normal humano) que al final mi decisión se escindía en dos posibilidades muy simples: dejar correr mi desvío y estrellarme de forma irremediable, o variar el rumbo manualmente, y lógicamente, perderme para siempre en los confines del sistema solar, ya que no tenía combustible, y era imposible incluso para mí recalcular la vuelta utilizando la inercia adquirida al pasar cerca de las órbitas de los planetas en mi regreso.

Mi decisión fue vagar hasta el fin de mi vida por la negrura del espacio abisal en vez de morir al estrellarse la nave.

Tan pronto como decidí mi inexorable destino con la frialdad del acero científico y ejecuté el giro en mi rumbo, caí en una especie de lapsus catatónico durante dos días. Deambulando como un muerto en vida vagué por la nave haciendo largas pausas delante de los ventanales, en las que  apenas comía ni bebía. Divagué pensando en mi familia, y en mis seres queridos. Posteriormente, me deleité en el recuerdo de mi tierra natal, de sus bosques y sus arroyos. Pensé en los cultivos de agricultura, en la dulce luz del sol que se filtra entre las hojas de los arboles. Estuve meditando sobre la riqueza en forma de energía que se traslada desde el centro de las nucleares y devastadoras explosiones producidas en el centro del sol, hasta que llega al fruto del árbol y allí se convierte en nutrientes que luego absorbemos nosotros. Durante un tiempo, medité en cómo esa misma energía pasa a través de nosotros, y cómo es absorbida por los bebés, o en cómo una vez llega el final de las cosas éstas se vuelven a desintegrar en los mismos componentes químicos de los que fueron formados, para terminar formando otras cosas. Entendí el inexorable ciclo del cambio de forma y energía, pero siempre con los mismos elementos, una especie de Ouroboros cósmico. Al tiempo volví a divagar sobre mi familia y seres queridos, con mucha menos tristeza, y pensé, uno por uno, en aquellas preocupaciones que en el tiempo tuvieron en sus vidas y de las que me hicieron partícipe, y pensé lo triviales que me parecieron ahora. Casi de manera relajada, me sentaba en la cabina de mando observando la porción de universo desconocido que se abría ante mí y me sentí casi como una especie de embajador de la Tierra, padre de todos, en un estadio superior de comprensión y amor por ellos. Probablemente me encontraba en una especie de Síndrome de Estocolmo, esquivando la locura que me acecharía de cerca si miraba cara a cara mi destino con este truco de defensa mental, aceptando de alguna manera el férreo y cruel destino que me aguardaba hasta mi muerte en aquella fatídica prisión.

Hasta que una visión reveladora me sacó de mi estupor.

Como ustedes posiblemente no conozcan, les comentaré que la luna de Plutón, “Caronte”, agotó su inercia rotatoria hace una ingente cantidad de años, y desde entonces gira alrededor del planeta mostrando siempre la misma cara, y por lo tanto, conserva desde tiempos remotos una cara oculta. Fue allí, en el centro de ese inmenso disco negro, escondido de los ojos del universo, y de toda visión electrónica que pudiera escudriñarlo desde cualquier punto del sistema solar, donde vi flotando en la quietud del espacio, un extraño punto plateado. Como mi destino de vuelta era imposible, resolví por curiosidad pura variar el rumbo unos escasos grados para pasar cerca de aquel extraño elemento que se iba haciendo más grande cada hora.

Conforme me acercaba, distinguí enseguida un elemento de formas artificiales, que nada tenían que ver con asteroides ni cuerpos interestelares. Sorprendentemente, se trataba de algún tipo de nave. Sin embargo, y antes de que mi pensamiento reaccionase maravillándose ante tan colosal descubrimiento, el objeto salió de su estado de quietud para desaparecer en segundos de mi vista, haciendo gala de una aceleración pasmosa. Segundos después, y antes de que pudiese reaccionar ante la sacudida, una especie de shock mental sacudió mi cuerpo como si de una convulsión se tratara. Durante aquella sacudida, un género de entrelazamiento mental me envolvió con la naturalidad de quien recibe un abrazo y la postura de su cuerpo con los brazos abiertos encaja a la perfección en el cuerpo del otro, recibiendo una cálida dosis de confort. Lo que ocurrió durante esa convulsión pudiera haber durado segundos, pero tenía el peso de siglos. Durante un instante, cantidades ingentes de pensamientos y fórmulas, de ideas y certezas, pasaron a mi cabeza. Un entendimiento tácito sobre el conocimiento universal  me fue transferido sin razón aparente en lo que dura un pestañeo. Se me proporcionó un saber general de proporciones tan grandes, que desfallecí. Durante este instante se produjo en mí la etérea sensación de haber sido juzgado y sentenciado benévolamente por una entidad desconocida, por haber resuelto mi dilema vital con la noble decisión de terminar mis días flotando allende el universo para, por lo menos, ser testigo de sus maravillas. Tuve la sensación de haber sido juzgado y escudriñado durante días. De haber sido puesto a prueba, observado, estudiado. Incluso me inundó la sensación de haber tenido mis valores éticos y conocimientos, mis decisiones y mi espíritu expuestos y valorados de la misma manera que un bibliotecario extiende un manuscrito sobre una mesa para estudiarlo, o un profesor examina en papel el examen de un alumno. Y en un fin último, fui premiado por mi valiente decisión.

Sin embargo todo esto fue una sensación etérea como el vapor de un líquido caliente, que dura un instante en el aire antes de desvanecerse. Y en segundos estuve de nuevo consciente sobre un cómodo asiento en un cubículo desconocido y extrañamente agradable. En el mismo momento entendí de forma natural que me habían sido concedidos los mandos de la nave que, posada sobre la escondida negrura de Caronte, escapó tímida como un insecto alado recién descubierto. He de decir que ante tal fenómeno sufrido por mi cuerpo y mi mente, mis nervios no sufrieron alteración ninguna, ya que al serme transferidos tal cantidad de conocimientos, vino con ellos una templanza vital que atemperó mi desasosiego interno de manera definitiva. Ya no tenía miedos ni deseos. Me había convertido en una gigantesca ballena que, imperturbable y tranquila, nada por el océano serena en su absoluta soledad, navegando en busca de su destino natural.

La sacudida energética que me indujo los conocimientos y transfirió mi cuerpo a esa nave espacial, también transfirió mi localización a otro punto del universo, tan lejos que la sola toma de consciencia podría producir la locura a un hombre no versado en estos conceptos. Estaba inequívocamente (tal y como mi consciencia me indicaba), en el Cúmulo de Coma. Un cúmulo de galaxias a trescientos cincuenta millones de años luz de la Tierra y que contiene un millar de galaxias de forma elíptica. Entre ellas, yo me encontraba justo en el abismo insondable a las puertas de la galaxia conocida NGC 4889. Una monstruosidad espantosa en términos de cantidad espacio temporal.

Ante tal situación cualquier mente hubiera enloquecido en breves instantes, sin embargo yo me encontraba en un estado de gracia observadora, lleno de serenidad. Porque ustedes no entienden la importancia relativa de las cosas. Para una mente brillante, la observación y el conocimiento son el fin último y máximo de la vida.

Me acomodé en la nave, que exteriormente tenía forma ovoide pero no lisa, sino con algunas protuberancias (parecida a una patata), como si llevara una eternidad dentro viviendo entre en sus estancias. Todo eran formas adaptadas al ser humano, formas y estancias básicas que invitaban cómodamente al paseo entre ellas, a la reflexión pasiva, a la calma existencial. Asientos y lugares con pequeños o grandes ventanales que incitaban a la tranquila reflexión delante de de ellos. De alguna manera, aquel objeto estaba pensado para perpetuar y procurar una saludable y relajada estancia durante cientos de años, conservando intacta la salud de sus ocupantes y posponiendo su vejez. Aunque en sus pequeñas salas, encontraba múltiples pasatiempos inteligentes que cumplían una doble función de enseñanza y diversión profundas, a nivel casi hipnótico, tan solo el simple acto de levantarme de mi lecho, caminar a la sala donde desayunaba y recorrer a paso lento el breve recorrido hacia la antecámara general de observación, era un placer casi adictivo que producía una felicidad sosegada. Tenía en mi lecho una delicada y avanzada tecnología que me procuraba lapsos de sueño de cantidades abrumadoras de tiempo, a mi antojo, y que me permitían saltar edades de espacio-tiempo con la única consecuencia y sensación del suave despertar de una siesta en verano. Poseía lo justo y necesario para realizar eternamente un crucero por el universo y dedicarme a la reflexión. Estaba fundido con la nave, feliz y deseoso de alargar infinitamente mi vida a  los mandos de aquel aparato que alcanzaba velocidades inconcebibles con la suavidad y el silencio mortecino que acostumbra el espacio vacío.

Así las cosas, pasé los días, meses y años inundado de una felicidad plena. Tardé doscientos veinte mil años en cruzar la galaxia NGC 4889. En mi suave saeta silenciosa me crucé con varios cúmulos de gases residuales de helio e hidrógeno verde y violeta, nitrógeno y oxígeno rojo y azul, restos de la recóndita y potente explosión de una estrella, cuyo cadáver queda en una enana blanca. Observé incontables cuerpos solares con sistemas planetarios muchos de ellos, y éstos con innumerables lunas que, con una placidez hermosa, procedí a anotar cuidadosamente en un cuaderno de bitácora, tomando de aquellos cuerpos celestes numerosas mediciones y descripciones que anoté científicamente. Proseguí mi viaje a través de aquella inmensa acumulación de estrellas en el eterno y frío silencio del universo.

Cincuenta mil años después, noté que la densidad de estrellas iba en aumento de forma considerable hasta vislumbrar en el horizonte una zona especialmente brillante y que despedía de forma vertical por sus polos un haz de luz infinita y cegadora de energía explosionando a lo largo de billones de kilómetros, con unas mediciones de radiación descomunales y unos vertidos de calor, gas y polvo estelar con velocidades cercanas a la luz. Conforme me fui acercando el suceso se volvía más y más gigantesco y coloreado. Los haces de luz se hicieron infinitamente gigantes y el cúmulo interior era de un brillo cientos de veces mayor que nuestro sol, tan abrasador que hubiera cegado a cualquiera de no ir navegando en una máquina tan avanzada como la mía. Ya desde la descomunal distancia a años luz que estaba se distinguía la incuantificable violencia del suceso que estaba observando. Un espectáculo de proporciones inimaginablemente prodigiosas que escapaban al tiempo y al espacio, que no podía ser otro que el Quasar formado nada menos que por el agujero negro super masivo más grande conocido por nuestra especie en el universo. Un monstruo absoluto e inconcebible, pesado como miles de millones de soles, al que me precipité de lleno, y cuyo viaje les cuento a continuación, si aun quieren acompañarme.

Para estas alturas, durante mi viaje, yo he dejado atrás todas las vidas de mis congéneres, y probablemente las vidas de toda la edad de la tierra, y la tierra misma. Para este momento, el sol habrá multiplicado su masa varias veces hasta convertirse en una gigante roja inestable y habrá engullido Mercurio, Venus y abrasado nuestra Tierra, antes de explotar. Probablemente, nuestra galaxia Vía Láctea y la galaxia Andrómeda, ya habrán colisionado fusionándose. Ya que ahora sé que el tiempo es un concepto de media de longitud en el espacio, puedo decir que todo eso ha ocurrido, aunque sin embargo estoy en el pasado, y estoy más cerca que nadie del origen de los tiempos que nadie de mi especie, es la paradoja del espacio. Y aunque me encuentro con que soy el único ser de mi especie que vaga por el espacio como una mota de plancton en la inmensidad de un océano, mi espíritu permanece sosegado y sin miedo.

Sin embargo me encamino irremediablemente a un suceso sin comparación.

Cinco mil años después, tan solo una sensación de calmada felicidad se instalaba en mi estómago, cuando ante mí se abría el horizonte de suceso del formidable devorador de espacio más inconcebiblemente gigantesco que nadie pueda concebir en sus vidas. Aunque aun podía ver su forma porque estaba aun a suficientes años luz como para verlo. Cuando avancé mucho más al estar tan cerca del suceso, ya no podía distinguir su forma, y era como si mirara de frente un foco gigante de luz, con la nariz pegada al cristal. Aunque he de decirles que lo que veía no era el agujero negro, ya que permanece oscuro, sino todo el brutal y gigantesco destrozo y material de gas y polvo estelar caliente que despedía al interactuar a la velocidad de la luz con la infinita y abrumadora gravedad.

Cuando traspasé el horizonte de sucesos, con la calma de un hombre que no le importase arrojarse por una catarata, una sensación de plenitud se hizo cargo de mí. Me arrojé a una velocidad final un punto por debajo de la luz, no impulsada por mi propia nave, pero si por la propia gravedad de aquella estrella masiva que un día brilló como cien soles pero que sucumbiendo a la gran cantidad de masa que procuraba una atracción gravitacional tan enorme, cruzó el extraño punto en el cual la luz no puede ya escapar. Por unos instantes todo se volvió negro. No veía nada, aunque sí intuía fuerzas inimaginables. Después, noté cómo todas las cámaras de la nave se inundaban de una especie de sustancia líquida, que dado un momento se transmuto en energía, y para mi sorpresa, convirtió mi cuerpo también en energía. Después, noté como todas las partículas que componían el conjunto formado por mi cuerpo y mi nave, se comprimió en un solo punto. Fue una sensación atroz y extraña mantener el conocimiento cuando en ese momento no hay órganos que lo sostengan. Sin embargo, ahí estaba. Vivía, tenía consciencia. Todo estaba oscuro. Fue etéreo. Para mí fue un instante, pero supe (no sé dónde “supe”, porque no poseía mente como tal) que aunque para mí fue un parpadeo, en conceptos de tiempo corrientes podrían haber pasado miles o millones de años, o quizá no.

Más tarde  todo fue una luz descomunal, una energía tan inconcebible, tan absoluta y extraordinariamente incuantificable, que era un todo, era una densidad en la que cabía todo lo conocible y lo posible, y me sentí absolutamente desintegrado en todas las direcciones posibles en torno a mí. Mezclado con otros elementos de la tabla periódica, solo mi consciencia estaba intacta mientras mis átomos se expandían de forma ilimitada a la velocidad de la luz, durante miles y miles de años. Unas partículas fueron a través de insondables cantidades de tiempo y espacio, uniéndose a otras en sus mismas velocidades, a más de mil millones de kilómetros por hora, y a más de cincuenta millones de grados centígrados.

Algunas fracciones, perdidas en océanos de tiempo y espacio, se fueron enfriando. Yo fui consciente de todas, mi energía podía pasar de un punto a otro a extraordinarias distancias, dentro o fuera de partículas mínimas, en forma de energía. Sin embargo aunque era consciente, aquellos cuerpos estelares y formas inusitadas de energías se balanceaban y gobernaban entre ellas y yo en su naturalidad las dejaba hacer.

Esos conjuntos de partículas que ejercían unas fuerzas unas sobre otras siguieron enfriándose y frenándose, Algunas partes se instalaron en bailes estelares a dos millones de kilómetros por hora, y dentro se formaron soles que giraban a setecientos mil kilómetros por hora, y allí cantidades de partículas conformaron como cuerpos planetarios girando a cien mil kilómetros por hora.

Sin embargo, algo fuera de mi alcance estaba empezando a suceder. En algunas zonas de ese espacio conformado por mi expansión, los conjuntos de gas y polvo estelares, se fueron retro-alimentando de su propio calor y velocidad, formando cuerpos estelares de masas enormes, y algunos de ellos por parejas, en relaciones malsanas en las que unas de mayor masa absorbían a su compañera de menor masa, atraída por su enorme gravedad, alimentándose de la energía, gas y polvo estelar que despedía la mas débil. Y uno de ellos fue tan grande, tan enorme, que  escapando a la naturalidad de las cosas con las que las dejaba hacer, rompió sus propias leyes, y su propia gravedad la consumió hasta que la luz no pudo escapar de su interior.

Y en aquel punto, justo allí, se acababa mi conocimiento, hasta allí llegaba mi cognición. Dentro de aquel agujero negro, ya no podía entrar mi consciencia. Así que allí quedé aquel lugar para su propio misterio y gobierno, infinitamente incógnito y hermoso en su maravillosa y desconocida estructura de forma y energía cualquiera que fuera, Para que quizá,  alguna otra entidad como yo, o por lo menos  mi misma suerte, pueda repetir mi experiencia de lo que allí dentro sucediera.♣

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Brillante.

Uruk Valandil
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Uruk Valandil

Muy bueno. Me encantó 😉