La odisea de un anciano en lucha contra los terrores más ancestrales y los más mundanos, con el estilo barroco de un nuevo colaborador del Círculo del Ludófago (JLBelloq, Círculo del Ludófago)
Las puertas
por Luis Núñez, para Cira
Las nubes comenzaban a caer con su enorme peso, oscuras, gigantescas. Como una manada de humo, se arremolinaban contra la tierra tiñéndolo todo con su espesa capa de negrura, engullendo a la colina y con ella a la atalaya que se erguía en lo alto con su perfil decadente y monstruoso, vigía perenne e insomne del transcurrir perpetuo de las horas, los años, los siglos. Sus agrietadas piedras aguantaban estoicas la brutal embestida del viento que arremetía contra las almenaras de su cima y que, correoso, recorría como una algazara sus entrañas hasta acabar reventando como un aullido avernal en la derruida entrada.
Eduardo, cabrero, hijo y nieto de cabreros, se aferró a su garrote de castaño y miró a su rebaño. Las cabras comenzaban a arremolinarse unas con otras, en el centro las cabras viejas y las chivarras, las fuertes y el macho en primera línea aguantando el golpe del temporal, gesto ancestral de salvaguarda anclado a su instinto. Los últimos esbozos de claridad comenzaban a borrarse a pinceladas, era necesario buscar el resguardo del pueblo antes de que estallara la tormenta. Silbó, como le había enseñado su padre y a éste el suyo. El agudo silbido fue rebotando por entre las laderas hasta perderse en la negrura del valle; al escucharlo, el rebaño emprendió el camino de regreso, agachando la cabeza para que los primeros copos de nieve no les impidieran ver el camino, guiados por el gran macho cobrizo que abría camino adentrándose en las fauces de la tormenta. Eduardo seguía el caminar cierto de su rebaño, pero sus piernas, maneadas por la torpeza propia de su edad, le hacían resbalar y caer una y otra vez contra el barro. Más allá de amedrentarse, se levantaba con toda la rapidez que le permitían sus huesos y emprendía de nuevo el camino. Tras andar fatigosamente un par de kilómetros, vio cómo de entre la cortina de nubes surgian las primeras luces del pueblo de Morera: su destino estaba cerca.
El pueblo permanecía en silencio, la luz de las farolas teñía con un halo amarillento las encaladas paredes de las casas. Las chimeneas vertían por su boca desdentada borbotones de humo de leña de encina, que se derramaba sobre las rojizas tejas hasta entrelazarse con las nubes bajas. Ese olor a lumbre le hacía sentirse al cabrero confortable, a resguardo, ya estaba en casa. Mientras, al escuchar el repicar de las esquilas de sus cabras rebotando por las paredes de las casas y corriendo las cortinas, sus paisanos le saludaban al pasar; siempre lo hacían al escuchar el tintineo del rebaño, más que para observar aquel desfile tantas veces repetido, para asegurarse de que el viejo cabrero regresaba nuevamente a casa.
Eduardo se adelantó al rebaño y mientras éste esperaba en la calle, él abrió la cancela y cargó dos alpacas de forraje en la vieja carreta de madera que se quejaba a cada paso con un chirriar estrepitoso, esparció las alpacas por los comederos metálicos y abrió la puerta de la cerca. En ese momento el orden perfecto en el que se había mantenido el rebaño se rompió y de forma convulsiva las cabras corrieron a coger el mejor pedazo de forraje; primero llegaron las nuevas, las chivas y el gran macho; después, renqueantes, llegaron las viejas, que comían del suelo las hojas secas que caían de entre el bullicio, algo más digeribles para sus desgastados dientes.
Eduardo encendió el candil y se apoyó en su garrote, observando maravillado aquel espectáculo de anárquica gula. Miró a la calle y lo que antes eran copos desparramados ya se convertía en una espesa nevada. Pronto un dolor como un relámpago le recorrió la espalda, en una de sus últimas caídas se había hecho mucho daño; suspiró, sólo deseaba darse un buen baño caliente y cenar algo. Pero justo antes de entrar en la casa un pensamiento le pasó como una ráfaga , había algo que no cuadraba. Volvió sobre sus pasos hasta la cabaña donde estaban las cabras; a pesar de superar el centenar, de un vistazo supo que faltaba alguna. Mentalmente las agrupaba por familias , eso le hacía repasar rápidamente todo el rebaño. De pronto faltaba el eslabón de una de las cadenas de las familias, una cabritilla. La buscó una y otra vez en aquel barullo pero no la encontró, entonces se sobrecogió, se había quedado atrás. Como todo el mundo sabe la cabra no soporta la soledad ni la intemperie, menos aún cuando la nieve y el viento barren el terreno. Eduardo repasó rápidamente cualquier saliente o recoveco, cualquier cueva, cualquier mancha tupida que hubiera en el camino que habían recorrido hasta casa. Pero no encontró ninguno, su intuición alimentada con la experiencia de años de pastoreo le hizo pensar que en caso de no haber sufrido ningún daño se encontraría en la atalaya. Eduardo la miró, allí permanecía en lo alto, barnizada por la nevada y emergiendo fantasmagórica entre la luz azulada de la luna nueva.
A pesar de que el dolor se iba apoderando poco a poco de su cuerpo, a pesar del frío que se le tatuaba en los huesos, se entremetió la camisa de interior y se ciñó fuertemente el cinturón, cogió el traje de agua que, como una pantaruja, colgaba en un remache de la cabaña, y se lo puso con toda la rapidez que pudo, encendió el candil y se adentró en el alma de la tormentosa noche.
Una ventisca lo envolvió nada más comenzó a andar, el fuerte viento le golpeaba de manera incesante con gran violencia, impidiéndole prácticamente caminar. Habiendo pasado mucho tiempo, aún no había conseguido salir del pueblo. Por la intensa nevada, ni tan siquiera llegaba a distinguir las propias casas del pueblo, solamente la cada vez más tenue luz de las farolas le indicaba que el pueblo estaba allí. Eduardo no temía a la oscuridad, ni tan siquiera a la tormenta, ni al frío, su temor más absoluto eran los gamusinos. En noches de frío denso como aquella, en esas primeras noches de invierno, los gamusinos salían del letargo de sus madrigueras y entonaban su canto de apareamiento, saltando de un risco a otro; el canto de esos espantos hacía enloquecer a todo aquel que lo escuchaba, su cantar se metía tan hondo en la cabeza que todo aquél que lo escuchaba nunca más podía sacárselo de dentro. La única forma de poder ahuyentarlos era la luz, por eso las luces del pueblo de Morera permanecían encendidas todo el día, ya que en los días cerrados de invierno la luz del sol casi no llegaba a teñir las calles. Ese era el miedo de Eduardo, no sabía si la tenue pero constante luz de su candil sería suficiente para ahuyentarlos en caso de encontrarse alguno por el camino; además, la ventisca era tan fuerte que debía proteger la llama con su mano, por lo que la luz que se proyectaba en la oscuridad del sendero no era prácticamente alguna. En aquella oscuridad, con el golpeo incesante del viento, la nieve, los ruidos se magnificaban, un crujir de ramas le hacía estremecerse por completo, sentía como si algo lo estuviera observando en la cercanía. Muchas eran las leyendas que se prodigaban por aquellos lugares, lobishomes, pantarujas, santa compaña; él, en todos sus años de vida, no había visto jamás nada extraordinario, o más bien cada vez que había visto algo semejante siempre lo había vestido con realidad, no era hombre de raras creencias. Pero en aquel momento todas se le agolparon, y en un miedo casi infantil, por un momento se paró y no supo bien si seguir adelante o salir corriendo hacia el refugio de su hogar.
La atalaya ya no estaba lejos, pensó en la chivarra desamparada, sola, tiritando de frío y empapada, no podía dejarla allí a expensas de una muerte segura. Apretó los dientes y con firmeza siguió caminando, mientras sus piernas se hundían cada vez más en la profunda nieve; aquello le trajo a la mente a su padre, hacía ya demasiados años para ser recordado, demasiados años para recordar cuándo fue, en aquellos días en los que cuando la nieve comenzaba a caer iban a hacer picón para calentarse en el duro invierno… su padre. Con estos pensamientos llegó a su destino, la figura de la atalaya emergía como un espectro entre la tupida nevada, haciendo que su figura fría e inerte paralizara a cualquiera. Eduardo se apoyo en el quicio de la entrada para tomar aliento, sentía cómo su barba estaba completamente helada y al respirar el aire le segaba los pulmones. Tragó saliva y se sumergió en la oscura gruta, el olor a humedad hacía que el aire fuera casi irrespirable, el gotear de algún conducto, la oscuridad envolvente, todo hacía que aquel lugar fuera aún más desalentador que la tormenta de fuera. Al entrar, la luz del candil garabateó las paredes con luz, se paró, trató de escuchar, pero el viento era tan fuerte que lo único que sonaba era su aullido, el traquetear de alguna desvencijada ventana. Comenzó a llamar a su chivarra como se llama el ganado, con ese lenguaje extraño, universal, ancestral, pero no escuchó nada, fue tanteando el suelo con su garrote y adentrándose en las entrañas de la atalaya, achinando los ojos en una excusa vana por tratar de distinguir alguna figura. De pronto un enorme estruendo resquebrajó el cielo y un rayo cayó sobre una de las encinas que rodeaban la atalaya; Eduardo cayó al suelo creyendo que se derrumbaban las paredes, miró hacia atrás y observó cómo el fuego consumía voraz la desdichada encina. Al levantar la cara pudo ver cómo allí, en una esquina, se encontraba aquélla a quien había venido a buscar, llena de temor, de miedo, tiritando, acostada en el suelo, con la cabeza metida entre las patas y la barriga. Sonrió, bien por encontrarla, bien por la imagen esperpéntica del animal, se levantó con la destreza que pudo y comenzó a llamarla con un tono cálido mientras se acercaba a ella, no quería que un susto la hiciera salir corriendo, bien por miedo a perderla otra vez, bien porque a él ya le abandonaban las fuerzas. El animal, al sentir aquel sonido, levantó la cabeza, pero era tal el miedo que la cubría que ni tan siquiera tuvo fuerzas para levantarse; Eduardo se acercó a ella y la recogió, tanteó con sus manos encalladas el cuerpo del animal por si tenía algún hueso roto, alguna herida, pero no encontró nada, afortunadamente se encontraba bien. Se abrió el traje de agua y con un cordel se amarró el animal al cuerpo, volvió a ponerse la chaqueta del traje y le dejó que asomara la cabeza. El dolor del costado, mudo hasta entonces, volvió a hacerse sentir, pero ya nada importaba, ahora solo quedaba abandonar aquella trampa de piedras y comenzar el camino de regreso hacia el abrigo de su hogar.
Al salir de nuevo al campo observó cómo la ventisca seguía azotando, las lenguas de fuego de la encina bailaban con el golpear constante del aire, por un momento pensó en calentar sus entumidas manos con aquella hoguera , pero el miedo volvió a recorrerle el cuerpo cuando un extraño sonido se dejó caer a lo lejos; comenzó a andar lo más rápido que pudo… el canto del gamusino. Se apoyaba en el garrote con fuerza, con la otra mano agarraba al animal y trataba de que la llama del candil no desfalleciera, cada dos pasos miraba hacia atrás, el miedo se estaba apoderando de él, ese era el primer paso a la locura y lo sabía bien por su propio abuelo, que había caído en las garras de aquel canto maldito. Caminó y caminó, aún sintiendo el dolor de su costado, la pesadez en sus pulmones por el aire helado, pero sabía que debía caminar, seguir caminando sin mirar más atrás; la nieve le golpeaba, el viento le levantaba la chaqueta, la nieve se le metía por su espalda dolorida, el viento lo zarandeaba, como si fuera un pelele en manos de un niño travieso. Creía desfallecer, creía que en el siguiente paso caerían él y su animal a expensas de la locura, pero si hay algo que la gente del campo sabe es sobrevivir; una fuerza se apoderó de sus piernas y las hizo clavarse fuertemente en la nieve, levantó la cabeza y miró al frente, aún no veía las luces del pueblo, pero sabía que allí estaba su destino; así pues aligeró el paso para que aquél no fuera su último día.
De pronto, como si fuera producto de una aparición mágica, en mitad del camino atisbó a ver una enorme figura envuelta entre la ventisca; se paró de inmediato, los latidos de su corazón retumbaban con ligereza, su boca abierta exhalaba vaho que se confundía con la nieve. Acercó el candil hacia la figura, entonces unos ojos verdes se clavaron en los suyos, la luz fue apoderándose de la figura de aquel ser espectral hasta dejar ver la presencia de un enorme lobo negro, tan alto como un hombre, tan grande como un toro. La bestia caminó lentamente hacia él; el sonido que producían sus enormes garras al hundirse en la nieve hizo que el miedo recorriese el cuerpo de Eduardo como si fuera fiebre. No tengas miedo, se decía, no tengas miedo, se repetía, pero era imposible no hacerlo. La enorme cabeza de la bestia se le acercó de frente; quizás por el miedo, quizás por el frío, quizás una mezcla de ambas cosas, hizo que Eduardo comenzara a temblar como no recordaba haberlo hecho nunca. Por un momento pensó en tirar el candil al suelo, coger la navaja que guardaba en su bolsillo y clavársela a la bestia en uno de sus enormes ojos; al menos eso le daría un tiempo para poder salir corriendo, pero sabía que sus manos estaban demasiado atrofiadas por el frío y los años como para poder desenvolverse con soltura. Además, sin luz quedarían a expensas de los gamusinos, y no tenía certeza de que la bestia, en caso de ser herida, huyera en lugar de atacarle. Estaba inmerso en estos pensamientos cuando el cálido e hiriente sonido del rechinar en los dientes de los gamusinos le raptó toda la atención, sonaban demasiado cerca, allí se veía él entre dos miedos que le paralizaban, entre la certeza de poder morir en las fauces de aquel monstruo que le miraba fijamente, o la certeza de morir despeñado víctima de la locura del canto de los gamusinos. Pero, de repente, con la ligereza propia de un amanecer, la bestia, tal y como había aparecido, fue desapareciendo, siendo borrada por la ventisca; tan pronto se le veía, tan pronto se le intuía, tan pronto se le recordaba, como envuelta en una sábana de nieve y viento, dejando como rastro solamente el zarandear de los matojos de la mancha que a su paso dejaban caer la nieve que los cubría. Eduardo permaneció allí quieto durante un tiempo, quizás por el miedo, quizás por el frío; se sentía petrificado, como alienado, las piernas no respondían, ni sus brazos. Por un momento se vio a sí mismo allí, en mitad de la nada, quieto, como un macabro espantajo de nieve. Fue un brusco movimiento de la chivarra lo que le hizo volver a la realidad y, como un resorte, comenzó a correr aunque maneado por el frío y el miedo que le había agarrotado; la cabritilla se refugiaba como podía entre las ropas y su peso se le hacía a él cada vez más inaguantable. Sentía como si el aliento de la bestia le persiguiera, pero su angustia era tal que le impedía mirar hacia atrás, los ruidos le rodeaban desde la lejanía hasta llevarle al pánico, la niebla le envolvía, la tenue luz de su candil no era más que una leve llama entre aquella ceguera perpetua. La lejanía regaba los oídos del cabrero con el silbar previo al canto de los gamusinos, todo se arremolinaba en su mente, pero, en lugar de paralizarlo, ahora, por un instinto primigenio de supervivencia, le hacía aligerar el paso con rapidez.
Mientras caminaba ningún otro pensamiento recorría su mente mas allá que el de caminar, el de seguir adelante, a pesar del frío que le calaba el cuerpo, a pesar de tener entumecidas las manos, a pesar de que el candil lanzaba sus últimos fogonazos, a pesar de que la cabritilla comenzaba a berrear , a pesar de notar cómo tras de sí los cantos de los gamusinos comenzaban a romper la monotonía del profundo aullido de la ventisca. Por fin, a lo lejos, atisbó borrosamente el eco de luz de las primeras farolas del pueblo; fue esa visión la que le hizo recargarse de fuerza, cerró la boca llena de nieve, apretó los dientes y afrontó los últimos metros hasta su casa. El pueblo permanecía imbuido en su letargo nocturno, pero mientras que Eduardo avanzaba por la calle principal, su caminar y el berrear de la chivarra hacía que los vecinos salieran a las ventanas para tratar de encontrar de dónde procedía aquel sonido que rompía la noche. Al ver al cabrero, José el panadero salió a la calle embutido en su bata y después de arengarle le ayudó hasta que llegó a su casa. Eduardo pudo ver cómo todo el pueblo salía al quicio de la puerta para ver qué sucedía, y en un momento todos sus vecinos le rodeaban para primero ver si se encontraba bien y segundo preguntarle que había pasado. Fue ese gesto, esa sensación, lo que más le confortó, más aún que el dejar a la chivarra con su madre, más aun que el baño caliente y la lumbre de su hogar.
El sol comenzó a desperezarse cauteloso entre las montañas poco a poco, la luz se fue apoderando de la oscuridad que cubría el pueblo. La niebla se fue disipando, escapando de los rayos de sol como una manada de fantasmas. La luz rebotaba en la blanca nieve hasta reflejarse en las encaladas paredes de las casas del pueblo, proyectando un halo que deslumbraba. Eduardo se levantó con los primeros rayos de sol de aquel domingo; nada más desperezarse conectó la radio, aquellas voces sin rostro comenzaron a apoderarse de la habitación hasta ir retumbando por las paredes e inundar con su rumor toda la casa. Eduardo no escuchaba aquello que hablaban, solamente sentía su compañía, la soledad era para él el peor de los temores, con ella, con el silencio, su cabeza se inundaba de pensamientos oscuros, de ocasiones perdidas, de futuros inciertos, de personas que ya no volverían. Por eso necesitaba tener siempre su cabeza ocupada, bien con las voces de la radio, bien con sus cabras, bien con los cientos de libros que poblaban, como hongos, las paredes de su casa.
Mientras se vestía, el viejo cabrero sintió un pequeño pinchazo en el pecho, la densa mezcla de miedo y esfuerzo del día anterior le había pasado factura. Pero él, hombre de campo, no le dio mayor importancia, sencillamente era, pensó él, el achaque de su edad, el quejido de su cuerpo. Fue hasta la cocina y juntó los humeantes palos carbonizados hasta hacer nuevamente lumbre, puso a calentar el puchero con el café y el caldero con las migas, golpeándolas secamente con la espumadera para que no se pegaran al fondo del caldero. Mientras desayunaba miró por la ventana, las montañas lejanas, nevadas por completo, le observaban como habían hecho desde siempre.
Cogió su zurrón y metió un pedazo de queso, una argolla de chorizo de la matanza del año anterior , la radio y el traje de agua, no quería que le volviera a ocurrir lo del día anterior. Se puso la chaqueta y salió a la cerca del ganado. Arremolinó las cabras en la cancilla de entrada de la cabaña con un silbido; mirando cómo la chivarra extraviada retozaba revoltosa con su madre supo que todo seguía igual. Las cabras se agolparon inquietas para salir y una vez abrió la cancilla el tropel reventó en las nevadas baldosas de la calle. Eduardo las guiaba hasta llegar a la plaza del pueblo, donde silbó secamente haciendo que el rebaño se parase. El cabrero se acercó hasta la panadería, mientras compraba el pan y hablaba con José sobre lo que había pasado el día anterior, observó cómo sus paisanos se arremolinaban en la plaza del pueblo: Bernardino Madera, el vendedor ambulante, había llegado al pueblo, cargando en su furgoneta con miles de artilugios, unos útiles, otros menos, pero en su mayoría cosas inservibles y costosas. Eduardo se acercó a la gente; el vendedor, subido en un atril portátil, enseñaba un nuevo objeto, la televisión es el futuro, repetía, podréis ver lo que pasa en todo el mundo, con este aparatito se rompen las fronteras de este pueblo, queréis ver qué hay más allá de las montañas, ella os lo mostrará, queréis ver la gente de otros lugares, ella los meterá en casa y todo por menos de lo que podáis imaginaros, estaréis a la vanguardia, con la televisión ya no habrá fronteras.
Eduardo sonrió mientras la gente se arremolinaba para comprar aquel aparato, la sonrisa del avaro vendedor , cuya leyenda contaba que había vendido a su propia familia por dinero, se agrandaba cada vez que los vecinos dejaban los billetes en sus manos. El cabrero no quería saber nada de aquel aparato, a él le sobraba con lo que tenía, no necesitaba nada más y sencillamente prefería imaginar con sus libros a permanecer delante de una pantalla sin hacer nada más.
El día pasó con premura, en invierno las horas de sol son escasas y el cabrero estaba resabiado por lo que había ocurrido un día antes. Cuando ordenó a su pequeño ejército el retornar a casa, repasó el rebaño varias veces, y solamente avanzó cuando tuvo la certeza absoluta de que todas las cabras se encontraban allí.
Cuando llegó al pueblo, no hubo nadie que mirase por las ventanas, todos estaban imbuidos sentados delante de aquel aparato que habían comprado esa misma mañana. El cabrero dejó que el rebaño corriera hasta guarecerse en la cabaña; antes de salir aquella mañana ya había llenado los dornajos con alfalfa. Una gota fría le resbaló por la mejilla, comenzaba a nevar nuevamente, miró al cielo enlutado entre oscuridad y nubes cargadas de nieve, y allí se quedó durante un momento observando aquel espectáculo, viviéndolo, sintiéndolo y sonriendo finalmente: esto, pensó, es eterno……..
Un par de pasos más adelante comenzó a sentir un nuevo pinchazo en el pecho, pero esta vez se hacía más intenso por momentos, trató de continuar su marcha pero comenzó a ver todo borroso, calló de rodillas en la nieve, trató de erguirse apoyándose en su garrote, pero un peso le ataba al suelo; gritó, una y mil veces, gritó, y sus gritos se extendieron por todo el pueblo, pero sus vecinos seguían mirando las imágenes de la televisión ajenos a la tragedia que ocurría a unos metros. Eduardo cayó sobre la nieve, tratando de gritar ya sin fuerzas, ya sin consciencia, lo último que vieron sus ojos fueron las casas de sus vecinos y sus cerradas puertas.
No se bien quien le encontró al otro día cubierto de nieve, solo sé que una pena hiriente raptó al pueblo y transcurrieron muchos años hasta que se volvió a escuchar una risa en Morera. Un par de días más tarde, conscientes sus paisanos de que no habían escuchado los gritos desesperados del viejo cabrero por permanecer sentados delante del televisor, los apilaron todos en el centro del pueblo y los quemaron como se hacía en la noche de San Juan, queriendo así, quizás, purificar sus culpas.
Ahora, todos los años, el día de la muerte de Eduardo una gran hoguera se aviva durante toda la noche en la plaza del pueblo y durante esa noche las puertas de las casas permanecen abiertas, aunque nieve, aunque el frío inunde las casas. Quizás esperan el regreso del viejo cabrero de la atalaya, quizás lo hacen solo para purgar su culpa, pero eso es, nada más, lo que todos los años sucede en este pueblo que durante un día dejó de escuchar la voz de uno de los suyos.♣
Genial. Una maravilla. Enhorabuena, me ha gustado mucho 😉