MADRE MICAELA DE LOS ÁNGELES
Fulanito de Tal
La desbandada de chotacabras que cruzaba el cielo como un jirón de nubes negras lo hizo detenerse en el medio de la carretera húmeda, recién llovida. Miraba absorto el vuelo de los pájaros que parecían símbolos chinos cortando el blanco del papel y traen malos presagios. Corriéndole una pequeña gota de sudor por la sien, me miró tras las gafas con ojos de espanto. Le pregunté qué ocurría. Me contestó que los chotacabras son aves nocturnas. No vuelan de día.
Teniendo en cuenta que el personaje que me acompañaba tenía el espíritu más duro que el roble y se había enfrentado a cosas realmente terribles qué ensombrecerían la cordura de un hombre para siempre, verlo así por una bandada de chotacabras era, cuando menos, curioso.
Eran justo las seis de la tarde, y a mí me parecía una hora espantosa. En medio de la carretera frente a las modestas casas de una villa, el silencio rodeaba la barriada. Los arboles empezaban a arrojar mortecinas sombras y a construir orgánicas y negras formas en su parte más densa. Había un fino, dulce y húmedo aroma otoñal. Y el plomizo cielo dejaba ver solo una línea clara en la distancia.
El padre Salvatore Alghisi, aguardaba de pie sujetando su cartera, empuñándola fuertemente con sus nudillos de hueso vivo. Un hombre seco, duro y espigado. Con la tez morena, el pelo corto y los pómulos cincelados en mármol. Fijaba su impertérrita mirada en la casa. Diríase que estaba clavado en la tierra frente a esta, como un clavo en un tablón. Como desafiante ante lo que se disponía a vivir. Era el hombre más duro del vaticano. Un implacable Malleus Malleficarum andante con camisa. Y esto es lo que le aguardaba.
Lo que primero había sido un pequeño rumor, paso a ser un vendaval y luego un huracán de boca en boca. El asunto había llegado a manos del Vaticano. Y era tal el revuelo informativo que había producido qué este decidió enviar un investigador. Era tal el cariz de los acontecimientos, el tamaño de diabólico suceso que estábamos viviendo en pleno siglo veintiuno, que la gente más susceptible caía redonda ante lo que oían. Los ciudadanos huían del pueblo. Y no en vano por que la noticia podría tumbar a cualquier persona de nervios delicados.
La madre Micaela de los Ángeles era el demonio. Pero no es que estuviera poseída por un demonio cualquiera. Era EL DEMONIO. Probado.
La noticia, una persona estaba poseída por el demonio en circunstancias extraordinarias. Esta, había sido ya investigada por un exorcista que descartó cualquier enfermedad mental, superando todas las pruebas a la que había sido sometida, y se declaraba abiertamente poseída. La prueba de sobres cerrados, xenoglosia en nueve lenguas muertas…todas. Con una peculiaridad, ni hierrofobia ni hostilidad en su comportamiento. No solo eso, sino que a día de hoy vive y pacíficamente en un pueblecito de Francia.
Cuando se le preguntaba no decía que estaba poseída por el demonio, decía que ERA el demonio. Y solo dios sabe las antinaturales proezas en contra de toda física que haría en la intimidad de aquellos rituales. Ante el asombro y la impotencia de la iglesia, que no tiene motivos para exorcizar lo que en realidad no es hostil, y prácticamente a inmune a los más largos exorcismos realizados hasta el límite del aguante, y el aviso de la comunidad internacional (cuando llevaban seis inhumanos meses de rituales), opto por excomulgar, desterrar a Francia y aislar a tan extraño fenómeno no sin dejar de mirar de reojo.
Y el ojo estaba aquí, en forma de padre Salvatore. Que había conseguido una entrevista con la madre Micaela. Donde él estaba más o menos entero, al menos por fuera, yo me encontraba realmente aterrorizado. Y eso que el padre Salvatore entraría solo. Yo aguardaría fuera por órdenes expresas.
Había llegado el momento. Tras una breve espera y un cigarro, aquel espigado suicida con alzacuello y aspecto de madera se dirigió con pie firme hacia la casa. Pasó por la pequeña puertecita de jardín, subió los tres escalones de la puerta y tocó al timbre. Yo creí desfallecer. Los pensamientos pasaban veloces por mi cabeza. Las preguntas que me surgieron en segundos inundaron de sudor mi cuerpo. ¿Y si al abrir la puerta me veía? ¿Qué pasaría si me miraba ojos? ¿Y si con una sola mirada me volvía loco, poseído? ¿Traería ante mí los miedos más atávicos de mi infancia? ¿Me mataría en el acto, de un ictus, apoplejía o cualquier enfermedad mental cada cual más espantosa? Cada una de las preguntas era más horrenda que la anterior. El corazón se me aceleró y las piernas me temblaron.
Sin darme cuenta, aterrorizado por mis pensamientos asistí a apertura de la puerta de la casa. Fue tan rápido que no pude hacer nada.
Salió una mujer mayor, de unos sesenta años, vestía como una persona religiosa. Pose un poco encorvada pero no cansada. Manos en hueso. La tez arrugada y cejas caídas. Bajo ellas, dos ojos azules. Y antes de cerrar la puerta, me vio. Me miró un segundo, y cerró.
Al borde del desmayo me di la vuelta y me sujeté en el coche. Con la misma sensación que te queda en el cuerpo cuando pasa rozando un camión acelerado y tienes la certeza de haber podido morir. Abrí la puerta del auto y me metí dentro, subí las ventanillas y eché el seguro.
Y allí esperé. Mientras lo hacía pensé en el padre Salvatore. Que habría pensado al entrar.
Dios mío ese hombre.
Eran las siete y media, estaba exhorto en mí cuando la puerta se abrió y entró el padre Salvatore.
Yo estaba sobrecogido.
¿Qué le ha dicho padre?
Me ha dicho que es algo natural. Que con el tiempo las grandes tribulaciones se normalizan como se normaliza cualquier herencia a través de los tiempos. El padre me parecía una estatua de Babilonia.
Pero yo ya no puedo olvidar esa mirada. Y pensar que puede ocurrirme esta noche.
O mañana.
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