La justicia de doña Cana
Sutter Cane
Las temidas tormentas de secano de la rayana localidad de Monteolivo de la Peña eran conocidas en los aledaños y acumulaban cierta fama por la virulenta y rápida vorágine de rayos y truenos con las que se precipita sobre los yermos páramos de antiguos y ya inertes sembrados de trigo y otros cereales, años ya sin usufructo agrícola debido a la dificultad para su explotación presentada por los cúmulos de peñas sin barrenar, que se plantaban justo en medio de las senaras, y que se encontraban abrazados por los retorcidos troncos de olivos secos y quebrados.
Como suele suceder, la paradoja envuelve con un misterioso abrazo los sucesos más oscuros de esta vida, y en tanto que una de las famosas tormentas de secano descargó días atrás su furia sobre Monteolivo, uno de los eventos más negros de su historia reciente, aconteció al amparo de tan apropiada inclemencia de tiempo para aquel suceso. Sea como fuere, Eladio Fuentes había terminado sus días, cosas del destino, como usuario de su propia asociación de discapacitados. Hechos en los que se nombra mucho a la señora Fernanda Cana, madre de la afectada. Una mujer muy entrada en años, callada y siempre vestida de negro. Estilo muy común en la vestimenta rural.
Doña Cana “la Seca”, como se conocía por allí, herbolaria tradicional, no se contaba entre las ancianas del pueblo que más se prodigaban en la vida social, y era más bien tranquila. Viuda desde hacía unos años, justo después del nacimiento de su hija, hacía sus tareas e iba a comprar el pan y sus cosas, y a excepción de su implicación en el caso de Don Eladio, en lo tocante a su hija nunca había tenido problemas con nadie, aparte de su conocida parquedad en palabras y vida ermitaña.
No pocas eran las voces que en las tascas bromeaban socarronamente sobre el gusto de Eladio por las mozas jóvenes, aunque casi ninguno alzó jamás la palabra incidiendo en el acento insano al extremo de aquel hecho, cuando la edad de las implicadas rayaba lo malsano (a la culpable y cobarde camaradería masculina le suele temblar la voz cuando se trata de costumbres morbosas). Tan solo cuando el drama llega a su punto álgido, al suceso final, se alzan las voces con falsa y tardía valentía. Tal fue el día en que la hija de la “señá” Cana, nacida con algún tipo de complicación mental, se hizo usuaria de la asociación de discapacitados de Don Eladio, que según decían las malas lenguas (o sinceras), aceptó de buen grado la incorporación de la moza que aun contaba con menos de trece primaveras.
Una de las negras tormentas se cernía como el plomo sobre el campo y se apuntaba que la niña dejó de hablar por aquellas fechas y que se la vio “muy triste”. Se apoderó del pueblo una tirantez malsana en el ambiente, por aquello que viene a ser algo que todo el mundo sospecha y que nadie habla. Tan solo en alguna tasca, animado por el alcohol, algún borracho se atrevió a mencionar severas palabras contra el acaudalado terrateniente Don Eladio, empresario de éxito, saldándose el suceso con alguna violencia.
Días antes de terminar el consabido latifundista y negociante Don Eladio en su propia fundación, se precipitaron los sucesos la tarde del veintiséis de Noviembre cuando los rumores corrían ya como la pólvora encendida, y en el centro del desagradable huracán se encontraba la pobre hija de Doña Cana, deshecha por cualquiera que fuera el suceso ocurrido a solas con el depredador. Nadie sabe qué ocurrió las horas previas al suceso, y si hubo algún careo entre Doña Cana, madre de la desgraciada niña y el aludido.
Aquella tarde se recuerda una espantosa tormenta negra que amartilló los sembrados como un mazo de metal, estallando entre los secos y retorcidos troncos de los centenarios olivos, que se partían en mil pedazos salpicando el suelo como carbones encendidos. Se pudo ver, según se cuenta, que el centro de la tormenta descargaba sobre los canchales más grandes de entre toda la antigua y estéril llanura circundante al pueblo. Allá se describe también que una señora mayor cruzó las sombrías calles bajo la oscuridad provocada por las negras y densas nubes que apenas dejaban pasar los rayos del sol, y que anduvo con la mirada perdida entre las enormes peñas con un manojo de hierbas bajo el brazo y un pañuelo ensangrentado entre las manos, murmurando palabras inconexas e irreconocibles. No omitiré el dato que dice que se vio la silueta de alguien quemando cosas en las peñas más grandes en lo alto del cerro, donde la densidad de la tormenta parecía casi poder cortarse con una hoz. Cuentan algunos niños que uno de los plomizos cirrocúmulos caía como un yunque sobre las peñas, y que, al tronar los relámpagos, espantosas siluetas titánicas se formaban en el aire; y que el viento descuajaringó varios árboles secos y tumbó un antiguo y rural arco de mampostería agreste que adornaba un pequeño canal de agua. Que una estampida de ganado aterrorizado corría descontrolada por los alrededores, cosa muy rara entre las pacíficas reses. También se documentó que unas siete cabras del rebaño de Don Pedro se despeñaron por la escarpada y vertical cara norte de la sierra de Monteolivo. Como nota final, el médico de urgencias recibió no pocas llamadas de alarma, debido a bebés con crisis de llanto y náuseas con la inevitable preocupación de sus madres.
Tales hechos y algunos más de muy negra catadura ocurrieron la tarde del veintiséis de noviembre, días antes de que el afamado Don Eladio, víctima de algún tipo de trance, fuese ingresado por sus propios familiares en la asociación de discapacitados que lleva su nombre, torturado por una especie de lapsus catatónico cada ciertas horas, y algún tipo de leve manía persecutoria que le provoca, según dicen, eclipsadas búsquedas alrededor de allá donde esté, miradas al aire, como si temiese algún tipo de presencia.
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