Noche de lluvia en el convento San Juan de Dios (relato)

Una noche de juegos en un lugar con demasiada mala fama

Noche de lluvia en el convento San Juan de Dios

por J.L. Belloq

La noche no era demasiado fría. El aguacero la había convertido simplemente en desagradable. Sin embargo, a pesar de llevar las chaquetas pingando, en el fondo agradecíamos ese aporte natural a la ambientación.

Habíamos terminado tarde. La sala, por fin, estaba preparada para el día siguiente y no tendríamos que madrugar: seis grandes mesas con dos tableros de ajedrez en cada una, con los trebejos dispuestos encima y los relojes a un lado. La biblioteca del antiguo convento no albergaba un solo libro y, salvo por el mobiliario, era un espacio esencialmente vacío. Al fondo, un enorme cortinaje separaba otra sala más pequeña, destinada a la futura filmoteca. Al otro lado de la puerta, el pasillo por el que habíamos traído todo el material parecía sitiado por el agua, que golpeaba cada vez con más fuerza contra la cristalera hermética que lo aislaba del patio central del claustro.

Alguien propuso aprovechar el lugar y el momento para un juego de mesa, una partida de un juego lovecraftiano que guardábamos con celo en uno de los armarios. La noche lluviosa, junto con la leyenda que rodeaba ese antiguo convento reconvertido en centro cultural, constituían un marco demasiado tentador, y decidimos sacar el tablero a la triste luz de unas pocas bombillas de techo cuya distancia del suelo, escasa intensidad y color amarillento aportaban otro punto más al ambiente siniestro que buscábamos.

– ¿Os acordáis de cuando el convento salió en “Cuarto Milenio”?

L.L. no dejó pasar la oportunidad y aprovechó la coyuntura para instruirnos sobre la leyenda local:

– Entrevistaron a gente del pueblo que había visto cosas. Una profesora aseguraba haber oído música una noche, y el guarda juraba que había visto la silueta de un hombre al fondo de un corredor.

– Yo no sé lo que vería, pero sí sé que no quiso trabajar más aquí. Supongo que eso le da veracidad a su relato, ¿no?

– Bueno, al menos creía con sinceridad en lo que contaba, algo es algo. ¡Oye, hoy podríamos comprobarlo in situ, a lo mejor se nos aparece a nosotros…!

Mi escepticismo al respecto, como el de D.D. y el del propio L.L., era asumido por todos nosotros, aunque nos gustaba ironizar sobre ello. L.C., por su parte, tampoco parecía una mujer impresionable. Todo pasó al olvido en cuanto dispusimos las figuras, el tablero, las fichas y las cartas, y nos entregamos a nuestro vicio preferido: imaginar. Transcurrieron más de tres horas, en las que vivimos una aventura de misterio y horror a partes iguales. El ordenador reproducía una leve música de fondo acorde a la situación; a pocos metros, el torrente de agua que se abatía ruidosamente sobre el patio del claustro acompañaba magníficamente los momentos de tensión de la partida. En el juego, nuestros avatares se movían por el interior de una mansión imaginaria afectada por un horror cuya amenaza estábamos obligados a conjurar. Entre apariciones, fenómenos paranormales y monstruos horrendos de diversa índole, una parapsicóloga, una científica, un detective y un actor fueron perdiendo su cordura, su salud y finalmente su vida en una orgía de luchas desesperadas, tiroteos, huidas y sangre. Era una historia desarrollada íntegramente en nuestras mentes en virtud de una imaginación excitada por el propio juego y aderezada por la música y el rumor grave de la lluvia.

Los visitantes habían ido abandonando el convento a lo largo de la primera hora. El conserje se había marchado; la oficina turística ya no era atendida por nadie; el pequeño bar había desalojado a sus parroquianos y el camarero se había ido a casa. Una espectadora casual, B.S., conocida de L.C., se unió a nosotros, embelesada con nuestras evoluciones y nuestras vicisitudes. Bajo su mirada curiosa pasamos el resto de la partida solos en el edificio, jugando, con el sonido cada vez más alto de los crujidos y las vibraciones de las puertas que daban al patio, que se sobreponían a la música de fondo que seguía reproduciendo el ordenador.

Habíamos dejado atrás la medianoche cuando nuestra espectadora decidió que era su hora de marcharse. L.L. dejó sobre el tablero la figura de plástico de la parapsicóloga, su alter ego en la partida, volvió a la realidad y se ofreció a acompañar a la chica a la salida. Agarró el manojo de llaves y el tintineo consiguió sacarnos del trance en que nos sumía el juego, e hicimos un alto en nuestra singular aventura. Tras más de tres horas yendo y viniendo, investigando, pensando, luchando y corriendo, nuestros personajes ya andaban locos o heridos a esas alturas, y nosotros mismos muy cansados.

Estiramos las piernas a la espera de L.L. Unos minutos después oímos de nuevo el tintineo de llaves, pero ambos venían de regreso. La llave del portón exterior no funcionaba, habían cambiado el candado: cabía la posibilidad de que estuviéramos encerrados en el convento.

L.C. y D.D. los acompañaron de vuelta, a la búsqueda de una salida. Yo me quedé en la biblioteca, solo, rematando los preparativos del día siguiente. La música seguía sonando por los pequeños altavoces del portátil. Era una melodía monótona, de aire siniestro, que, fuera del contexto de la partida, me inquietó. El viento agitaba con estrépito las puertas de cristal que daban al claustro, y me vino a la mente la imagen de uno de nuestros monstruos imaginarios, cuyas miniaturas seguían dispuestas sobre el tablero, intentando derribarlas con violencia para penetrar en nuestro templo desde el mundo exterior y acabar con todos nosotros como preludio al caos y la destrucción del mundo.

Sonreí. Me entretuve decidiendo cuál de las miniaturas correspondería mejor con el monstruo que parecía que intentaba echar abajo el precario refugio del convento. Pensé en el Perro de Tíndalos que tenía ante mí, pintado en azul y dorado sobre una peana negra, pero recordé que su hábitat eran los ángulos imposibles, los recovecos donde las líneas de varias dimensiones se unen defectuosamente, y una puerta plana en un espacio tridimensional no le supondría un obstáculo. Deseché por igual al Shoggoth, una figura imponente, primorosamente decorada, demasiado poderosa para un obstáculo tan nimio, que habría destrozado con un simple gesto. No, la criatura que arañaba y empujaba con todas sus fuerzas el cristal y amenazaba con hacer saltar las bisagras tenía que ser un Profundo, un engendro marino habituado al agua, que consideraba a los humanos sus enemigos naturales y se ensañaba con su muerte. Sí, definitivamente, debía ser uno de esos seres el que embestía la puerta de cristal desde el otro lado, donde la propia lluvia rivalizaba con su ímpetu.

Volví a sonreír. Me encantaba ese juego, y el ambiente, y esos mundos lovecraftianos en que nos encantaba sumergirnos una y otra vez para escapar de la realidad aunque solo fuera durante unas pocas horas.

Los otros tardaban. Aproveché para ir al baño, al fondo del pasillo, saliendo de la biblioteca a la derecha. Unas luces demasiado tenues se encendieron a mi paso, activadas por el sensor de movimientos de esa parte. Me detuve en la puerta de los servicios. Dentro, la oscuridad era completa. La luz automática tardó unos segundos en reaccionar, pero acabó encendiéndose tras un par de parpadeos dubitativos. Miré atrás: el extremo opuesto, por donde habían desaparecido los demás, se veía negro como un tragante. Allí doblaba el pasillo, pero todos los arcos del claustro habían sido acristalados, y se podría ver la luz de los móviles y la del propio pasillo en cuanto estuvieran regresando.

Pasé por el arco que daba a los servicios y tomé la puerta que tenía pegado un monigote con pantalones, tan mal hecho que pensé que daba más miedo que el Profundo del patio, lo que me hizo sonreír una vez más. Dentro, a pesar de que la bombilla del cubículo estaba fundida, con la escasa luz de fuera pude entrever una especie de nicho cerca del techo; un agujero que, rodeado de penumbra, se veía oscuro. Por alguna razón inexplicable me inquietó que de ahí pudiera salir algo, por lo que oriné echando miradas por encima del hombro. Contra mi costumbre, no limpié las gotitas salpicadas en la taza ni tiré de la cadena, impaciente por volver al pasillo con el Profundo imaginario que aún persistía en sus embates contra los cristales.

La luz desapareció de repente: el temporizador la había cortado. Manoteé en el aire, como saludando al sensor de movimiento para que reaccionara, pero no lo hizo. Durante unos segundos permanecí quieto en la más completa oscuridad, esperando que mi vista se habituara a la ausencia de luz y pudiera captar lo suficiente como para regresar a la biblioteca sin ningún percance.Con los ojos inútiles todavía, mis oídos tomaron el relevo y fui capaz de distinguir el murmullo lejano de la música cansina que el ordenador seguía reproduciendo, incluso bajo el escándalo del agua que rociaba las puertas desde el lado del patio con un ruido ensordecedor.

Un roce leve a mi izquierda me hizo mirar adentro, al servicio que acababa de abandonar, y se me erizó el vello de todo el cuerpo. Arriba, lo que había distinguido como un rectángulo negro rodeado de gris, ahora no tenía los bordes rectos, sino sinuosos y difusos. La triste bombilla de la entrada no me permitía estar seguro, pero algo que me pareció miedo, del de verdad, me inundó, y sentí la necesidad de echar a correr, lo que era increíble en mí, tan racional, tan frío y tan escéptico. No obstante, conseguí retener mi primer impulso. El corazón se me aceleró de una forma antinatural, pero permanecí quieto.

Al otro lado, una luz vacilante anunció el regreso de mis compañeros. En cuanto doblaron la esquina, el sensor activó las luces de mi tramo de pasillo al tiempo que apagaba las del anterior. A mi izquierda, el rectángulo negro del nicho volvió a ser el simple agujero que yo sabía que era, y las palabras de los que se acercaban acabaron con cualquier atisbo de intranquilidad. El momento había pasado y no dejé traslucir inquietud para no parecer miedoso y hacer el ridículo.

La exploración traía de regreso a tres de los expedicionarios. D.D. había subido por su cuenta a la planta superior y, después de tanto rato, los otros habían supuesto que habría bajado por la escalera del lado opuesto y estaría conmigo. No contestaba al teléfono, lo que en un edificio tan antiguo no era tampoco ninguna sorpresa, pues los puntos con cobertura eran tan escasos como erráticos.

Me pusieron al día sobre las averiguaciones: el portón era infranqueable. No teníamos llave de las otras dos salidas posibles a la calle, la de la oficina de turismo y la de la capilla. Solo quedaba investigar arriba, pues por la azotea se podía acceder a la muralla abaluartada y descolgarse por ahí. Desechamos la idea automáticamente: demasiada oscuridad y demasiada agua, era muy arriesgado. Solo quedaba pedir ayuda del exterior, y la Policía era la mejor baza, pues en sus dependencias se custodiaban las llaves de todos los edificios públicos. No obstante, decidimos posponer la llamada de socorro hasta que estuviéramos al completo: había que esperar a D.D.

El viento se colaba por las rendijas de la construcción y había encharcado parte de los pasillos alrededor de todo el claustro. El agua seguía golpeando las cristaleras, zarandeando las puertas y chorreando por debajo de ellas; el patio era un enorme charco que los sumideros no eran capaces de desaguar. Nos refugiamos en la biblioteca, donde entre conversaciones y bromas esperamos al desaparecido, cuyo comportamiento, haciendo la guerra por su cuenta, era marca de la casa. Quince minutos después nadie decía una palabra. Nuestra espectadora se desesperaba, más agobiada que nadie ante el desenlace interminable de su visita. Definitivamente, a esta chica le iban a quedar pocas ganas de unirse a nuestro grupo en el futuro.

Terminamos por ir en busca de D.D., al que nos prometimos echar una buena bronca. Las chicas prefirieron quedarse en la biblioteca por puro sentido común: alguien tenía que estar allí por si aparecía el perdido. Y, además, necesitaban ir al baño.

L.L. y yo partimos de vuelta, rodeando todo el claustro bajo la luz indecisa del pasillo, que se encendía ante nosotros y se apagaba a nuestra espalda como si nos estuviera atrayendo a algún punto más allá. Al final del segundo tramo accedimos a la puerta que conducía al exterior, donde se encontraba el portón cerrado. Justo antes arrancaba la escalera que subía a la segunda planta, una ristra de escalones angostos que ascendía en curva bajo un techo demasiado bajo. Encendimos la linterna de los móviles y subimos.

Arriba encontramos un pasillo idéntico al de la planta baja, solo que esta parte, todavía sin restaurar, tenía las paredes agrietadas y desconchadas; el suelo había perdido muchas baldosas, los escombros salpicaban todo el espacio que las linternas alcanzaban a iluminar, y los numerosos agujeros nos obligaban a alumbrar hacia abajo todo el tiempo. Lo peor era que el claustro no estaba aquí cerrado por cristaleras, por lo que el pasillo era un túnel de viento tomado por el temporal que se abatía sobre el edificio. El agua irrumpía por los arcos al ritmo irregular que le marcaban los golpes de aire; el pasillo estaba inundado y chapoteábamos en el barro como si estuviéramos en medio del campo. Aquí había subido D.D., o al menos lo habían perdido de vista cuando decidió subir. Teníamos que recorrer esa planta y mirar dentro de las estancias que se abrían todo alrededor en idéntica configuración que la planta inferior. Visto el estado de todo, no sería extraño que hubiera tenido un accidente, con tantos agujeros por todas partes, cascotes, tablones, tejados medio derruidos, el barro resbaladizo, la oscuridad. A pesar de todo, acordamos que no se iba a librar de una buena bronca, aunque se hubiera partido una pierna.

Avanzando por el primer tramo, una ráfaga de agua nos empapó de la cabeza a los pies. Abajo, mirando en diagonal a través del patio, se podía distinguir la entrada de la biblioteca, por cuya puerta medio abierta una tira de luz iluminaba parte del pasillo inferior. En las primeras salas que nos encontramos, dos cuartuchos abovedados repletos de herramientas, no descubrimos nada. Tras el primer giro vimos una sala enorme con el techo derrumbado, cubierta de restos de tejas rotas allí donde los maderos de la techumbre habían cedido. Junto a la entrada, otra puerta cerrada impedía el acceso a la sala contigua.

Seguimos por el segundo corredor. La oscuridad era casi total. Ya no se veía la biblioteca, que ahora estaba justo debajo de nosotros. Solo la luz bamboleante de nuestros móviles mostraba algo a nuestros ojos, pues la luna había desaparecido por completo tras la lona negra de las nubes de tormenta.

El segundo tramo de pasillo terminaba bruscamente en una pequeña puerta metálica. Otra puerta, a la derecha, daba paso a otra sala. Ahí parecía terminar nuestra exploración por ese lado. Atisbamos el interior con recelo. A pesar de  nuestro racionalismo y de lo escépticos que éramos ambos frente a las cuestiones esotéricas y sobrenaturales, L.L. y yo habíamos perdido la tranquilidad de espíritu que nos caracterizaba. La luz cada vez más débil de los móviles no alcanzaba a iluminar el fondo de esa última sala, un espacio enorme cuyas paredes parecían desmoronarse al ritmo del temporal. Desconectamos las linternas para ahorrar batería. Con la iluminación de una pantalla blanca nos adentramos en el interior de esa boca de lobo. Detrás dejamos el viento y las rachas de agua de la intemperie; delante, solo teníamos oscuridad y una relativa tranquilidad.

Anduvimos casi a tientas, siguiendo la pared de nuestra izquierda desde el inicio. El móvil alumbraba poco más de un metro delante de nosotros, creando una esfera de penumbra en medio de un pozo de negrura. Llegamos al rincón y continuamos hacia el siguiente, más por cumplir con nuestra responsabilidad como exploradores que por la esperanza de encontrar a nadie en esa oscuridad.

Cerca del siguiente rincón, un agujero en la pared llamó nuestra atención. Era poco más que una gatera. Por ahí no cabía una persona y, sin embargo, cuando me agaché y alumbré con el teléfono, vi un par de dedos asomando por la abertura y me sobresalté. Nadie más que D.D. nos había precedido, tenía que ser él.

Lo llamamos a grito pelado, pues el estruendo del aguacero se ampliaba notablemente con los ecos de las paredes vacías. D.D. no reaccionó. Intenté tomar su mano, pero solo fue un contacto fugaz, pues encontré la piel resbaladiza, con un tacto parecido al de las babosas, y la aprensión me hizo soltarlo de inmediato. L.L. me sacudió el hombro. Me agaché un poco más y enfoqué la pantalla del teléfono directamente en el agujero. La mano, apoyada en el suelo, no era la de D.D., no podía serlo, demasiado lisa y amorfa. Y, sin embargo, la manga era la de su camisa y el vaquero también parecía el suyo. Estaba sentado contra la pared, del otro lado del agujero, completamente inmóvil.

– Parece él… ¿Cómo habrá entrado ahí? Por aquí no cabe, y la puerta de aquí al lado está cerrada…

– A lo mejor salió afuera, a la azotea, y se descolgó dentro por un agujero en el tejado… O se cayó, lo más probable… Es raro que no conteste…

Debió ser así. No había acceso visible a esa otra sala donde yacía nuestro amigo, seguramente aturdido. Por fortuna, el perfil de la pared en la zona rota mostraba un tabique delgado y frágil que debía pertenecer a la obra nueva.

– Yo digo que hagamos el agujero más grande y lo traigamos a este lado. La pared ya está rota, qué más da un poco más.

L.L. salió afuera en busca de una piedra o cualquier objeto contundente. Yo esperé junto al agujero, intentando comunicarme con D.D. Metí la mano de nuevo y le arañé y le pellizqué la espalda, absteniéndome expresamente de volver a tocar la mano viscosa, pero no ocurrió nada, salvo que, de repente, empezó a murmurar algo que el ruido del ambiente me impedía distinguir. Parecía una letanía cuyas palabras, pronunciadas entre dientes, se perdían en las reverberaciones.

L.L. regresó con un adoquín en la mano. Bastaron unos pocos golpes para que la gatera se convirtiera en un boquete más que suficiente. Por fin pudimos tirar de D.D., a quien arrastramos sin contemplaciones a nuestro lado del tabique. En el suyo, la oscuridad nos impedía ver nada. No detuvo por ello la letanía monótona cuyas palabras nos resultaban indistinguibles. Apoyamos el cuerpo contra el muro y solo entonces la luz del móvil reveló la cara de quien  suponíamos nuestro compañero. Dimos un paso atrás por puro reflejo: ese no era D.D…, o sí, lo era, pero no… Sus facciones se habían diluido, como si su cara fuera ahora una superficie plana sobre la que los rasgos hubieran sido dibujados. Era una visión inquietante.

Nos miramos y tragamos saliva. Ni L.L. ni yo éramos personas impresionables, pero eso superaba con creces cualquier otro episodio anterior en nuestras vidas. Y lo peor de todo: era real, lo estábamos viendo; no era una película ni un relato terrorífico salido de la imaginación de un escritor neurótico. A pesar de todo, asimos una manga cada uno y nos llevamos a rastras el cuerpo informe de quien debía ser D.D., que continuaba con su murmullo repetitivo y no nos miraba a la cara en ningún momento.

Salimos al pasillo. La tormenta se había convertido en tempestad. Las ráfagas de agua penetraban por los arcos como olas de mar; arrastraban consigo tierra y escombros y azotaban los muros interiores, cada vez más deteriorados. Un fragmento de ladrillo se estrelló a un par de metros de nosotros; el pasillo era un caos de agua, viento y restos de obra. No parecía el mismo que habíamos recorrido solo unos minutos antes.

– Está todo embarrado, deberíamos cogerlo por las manos y los pies…

– Da igual, así iremos más rápido. Mira cómo estamos los tres, poco vamos a empeorar…

Echamos a correr tirando de D.D. Trozos de ladrillo, arena y agua nos rodeaban por todas partes; el viento arreciaba y las rachas, cada vez más violentas, nos empujaban con fuerza contra el muro. Conseguimos acceder a la escalera, y solo entonces soltamos a D.D. Recuperamos el resuello sentados en los escalones, con la letanía acompañando nuestros pensamientos. Logré distinguir algo de lo que decía: “no quiero”, “lejos” y “miedo”, palabras sueltas.

Cargamos de nuevo con él y nos encaminamos a la biblioteca, en busca de nuestras compañeras. Ya estábamos todos, podríamos llamar a la Policía y que nos sacaran de allí de una vez.

La iluminación automática nos acompañaba a su manera vacilante. Por las cristaleras de la planta baja no se veía ahora la franja de luz de la biblioteca que habíamos observado desde arriba: habían cerrado la puerta. Cuando llegamos, dentro seguían las bombillas encendidas. Encontramos a L.C. y B.S. sentadas en el suelo, en el extremo más alejado de la entrada; la segunda, sollozando, se acurrucaba entre los brazos de la primera.

Soltamos a D.D. y nos acercamos. L.C. nos indicó con un gesto que no preguntáramos. ¡Vaya noche! No salíamos de una y ya estábamos en otra. Tal parecía que hubiera un espíritu de verdad haciéndonos la puñeta.

– Da lo mismo, salgo a llamar. Quedaos vosotros con estos dos.

L.L. volvió a salir al pasillo. Se lo agradecimos sin palabras: teníamos que salir del maldito convento ya o nos volveríamos locos. Era el colmo que tuviera que ir a la otra punta del edificio para hacer una llamada, por culpa de la cobertura, como si estuviéramos en una de esas películas de terror cutres donde nunca funcionan los móviles y a todo el mundo se les caen las llaves de las manos.

L.C. y yo esperamos un rato junto a B.S., que acabó por dormirse. La tendimos sobre una hilera de sillas y entonces hablamos:

– No sé qué ha pasado, pero ha sido muy gordo, J.L. Hemos ido al baño, a este de aquí al lado. La dejé pasar a ella primera y, en cuanto cerró la puerta, se puso como histérica y empezó a golpearla desesperada. Intenté abrir, pero ella empujaba hacia fuera y no me hacía caso. Gritaba muerta de miedo, y no me escuchaba, o no me entendía. Solo cuando logré abrir una rendija a viva fuerza dejó de gritar y se abalanzó fuera, con la cara desencajada, y salió corriendo. La alcancé justo en esta puerta y aquí nos refugiamos las dos.

– ¿Que os refugiasteis? Pero… ¿por qué?

– No sé, J.L. No tengo ni idea de lo que le pasó allí dentro. Cuando salió solo alcancé a ver que la pared del fondo estaba negra… y yo sé que esa pared no estaba así, que yo misma había estado en ese baño una hora antes. Es todo muy raro… Vámonos ya, que esto no es normal…

Y tanto que no lo era, no se lo iba a discutir. Había mucha tensión acumulada ya. L.C. miró a D.D., sentado en el suelo junto a la puerta. Meneaba la cabeza cansinamente de adelante atrás, y continuaba murmurando.

– Y a este, ¿qué le pasa?

– No sé tampoco, nos lo hemos encontrado así… Tiene mala pinta…

Para ella, la mala pinta significaba barro por todo el cuerpo, la camisa rajada y toda la ropa empapada. No se había acercado todavía a nuestro amigo y no le había visto el rostro. No quise echar más leña al fuego y opté por cambiar de tema a la búsqueda de una tranquilidad que me parecía imprescindible para mantener la cabeza en su sitio.

– Bueno, ya recogeremos esto mañana. L.L. vendrá en un momento y podremos largarnos en cuanto la Policía nos abra.

– Por fin…

L.C. temblaba por los nervios. Yo también, aunque menos por los nervios que por mi ropa chorreando. Tenía tanto frío que mis temblores parecían los espasmos de un epiléptico. Los minutos pasaban, uno tras otro. La conversación había muerto. En la biblioteca solo se oía la voz queda de D.D., cada vez más apagada, y la música siniestra que el ordenador seguía reproduciendo en bucle y que no tuve ánimo de levantarme a apagar.

Fuera, la fuerza de los elementos atronaba por el pasillo y agitaba nuestra puerta. Recordé una sensación reciente, cuando los embates del viento y del agua hacían crujir las puertas de cristal del claustro y estuve pensando en un Profundo que intentaba invadirlo. Fue un déjà vu extraño.

– ¿Se puede saber qué pasa ahí fuera…?

Agarré la mano de L.C. en cuanto noté su intención de levantarse a investigar, y tiré de ella. No insistió.

– Sí, bueno… L.L. estará al llegar, da igual, esperamos…

Pero L.L. no llegaba. Veinte minutos había consumido, al menos, para ir al lado opuesto del claustro y hacer una llamada. Ni siquiera si se hubiera quedado a esperar a los agentes habría tardado tanto.

Empecé a preocuparme de verdad. Esto ya lo habíamos vivido hacía muy poco, cuando D.D. desapareció. L.C. debía estar pensando lo mismo, pues no paraba de mirar la hora en el móvil. Al final se hizo obligado hablarlo:

– ¿Dónde se habrá metido este? ¿Estarán fabricando la llave para abrir?

– Ni idea, pero habrá que acercarse a ver, me parece…

– ¡Sí, hombre! Esto es como en las pelis de miedo, que en cuanto se separan empiezan a desaparecer todos… Yo no voy, prefiero esperar aquí antes que salir sola por ahí…

– Podemos ir los dos…

– ¿Y estos, qué? ¿Los dejamos aquí, así? Ella se ha dormido con un ataque de nervios, a saber cómo se despertará; y él… ¿se puede saber qué le pasa? Parece atontado…

– Ha debido darse un golpe. Lo llevaremos al médico, será lo mejor. Me parece que me voy a acercar yo, no sea que L.L. también se haya accidentado y esté tirado por ahí. Tú vigila a estos dos y guarda el castillo.

Me arrepentí de haberme hecho el valiente en cuanto puse la mano en el pomo y miré a mi izquierda, donde yacía D.D. con su cabeza oscilante. Distinguí perfectamente la nueva apariencia de su rostro, uno distinto, extraño, informe, inquietante. Parecía que le hubieran inyectado aire dentro y se hubiera expandido hasta eliminar todas las arrugas, los pliegues y las irregularidades propias de una expresión humana. Era como la superficie de un globo sobre el que hubieran nacido pelos y luego alguien hubiera pintarrajeado unos rasgos toscos, infantiles, demasiado grandes para una persona normal. Y aún así, tenía la certeza de que era él, solo que una versión monstruosa del D.D. que era hacía poco más de una hora.

Me volví: L.C. seguía sentada en el suelo, no venía a curiosear. Confié estúpidamente en que no se acercaría por su cuenta a nuestro compañero y me fui sin advertirla, incapaz de decidir qué convenía hacer. Mis pensamientos se estaban espesando, lo que me pareció preocupante.

Salí y cerré tras de mí. Dejé la relativa seguridad de la biblioteca y volví al temporal, a la luz indecisa, a la semioscuridad y, lo peor, a la soledad. Caminé con determinación en dirección a la puerta principal, en la oficina de turismo, al otro lado del claustro. La luz automática me seguía en algunos tramos; en otros se apagaba, o las bombillas estaban fundidas, y entonces me sumía en la oscuridad rodeado por el tronar del aguacero sobre los cristales. El vestíbulo que daba a la puerta de salida estaba tan oscuro como vacío: L.L. no estaba ahí. Al fondo de ese último tramo de pasillo una última puerta daba a la capilla. Una fina línea de penumbra destacaba como una luminaria entre todo el negro de alrededor: había algo de luz en el interior. Solo podía ser L.L., que se habría adentrado a la búsqueda de una brizna de cobertura.

Con todo, la situación me estaba superando. Llevaba ahí demasiado tiempo, y no se oía nada dentro de la estancia. Me asomé con lentitud, temiendo no sabía qué, y vi la débil fuente de luz que había atisbado desde el pasillo: un móvil, encendido, boca arriba en el suelo. Se me erizó el vello. No dudé ni un segundo en que el aparato era el de L.L. a pesar de que a él mismo no se le veía en la exigua zona iluminada por mi pantalla ni se le oía más allá. ¿Qué clase de sucesos eran estos? ¿Sería cierta la leyenda del convento? ¿Sería una broma pesada? Mi cabeza no estaba fría. Toda clase de ideas extravagantes pugnaban por invadir mis pensamientos y tuve que esforzarme de forma consciente por no caer en ese pozo. No sé cuánto tiempo me llevó esa lucha interna, pudo ser un instante o varios minutos. La indecisión se había hecho conmigo: no sabía qué hacer, ni a dónde ir.

Un nuevo suceso, tan inesperado como aterrador, me hizo segregar tanta adrenalina que casi se me colapsó el corazón. Oí un fuerte estruendo, como si un rayo hubiese descargado dentro de la propia capilla, y la puerta se cerró con violencia. Salté por puro reflejo y agarré el pomo y tiré de él con no menos fuerza. El miedo me había vencido y la desesperación guiaba mis acciones. Noté un viento huracanado que se arremolinaba a mi alrededor y empujaba la puerta que yo intentaba abrir.

Aquello era imposible, estaba dentro de la capilla, no en medio de un solar. Mis esfuerzos lograron vencer la resistencia de la puerta y de lo que quiera que se empeñaba en mantenerla cerrada y a mí atrapado. Abrí una rendija y logré meter el cuerpo justo cuando una mano húmeda y de consistencia babosa se aferró a la mía: era el mismo tacto que había sentido al tocar la de D.D. arriba, por el hueco de la pared. El pánico me dio el impulso definito y corrí sin mirar atrás. El corazón se me salía del pecho; las luces del techo no lograban seguir mi carrera, pero veía lo suficiente para llegar a la biblioteca, al refugio.

A pocos metros de la puerta que suponía la salvación en mi mente definitivamente alterada, volví a oír de nuevo un estruendo idéntico al de la capilla, ahora en algún lugar del claustro, a mis espaldas; y, simultáneamente, un grito de terror, pura histeria, al fondo, en el baño. Era una locura. ¿Cómo podía una noche de ocio haber acabado así? El terror me seguía dominando. En lugar de pensar, había dejado que mis instintos controlaran mi cuerpo.

Ignoré el grito y entré en la biblioteca. Alguien había apagado las bombillas y solo la pobre luz de la pantalla del ordenador alumbraba ahora la zona de la entrada. Miré con el rabillo del ojo a la derecha, donde el bulto que había dejado al marcharme seguía allí, solo que era mayor que antes. Distinguí vagamente la figura de B.S., o parte de ella, junto a la de D.D., esta completamente deformada y solo reconocible por la ropa destrozada que todavía lo cubría en parte. Tuve una sensación de viscosidad y oí una especie de succión y un gorgoteo que me recordó la letanía que había oído recitar decenas de veces en la última hora. Fue una imagen fugaz, pero suficiente para que el horror me atenazara un instante. Dejé de respirar; el corazón amenazaba con explotarme dentro del pecho; mi vello parecían púas clavadas en mis brazos y en mi nuca. Salí despavorido, negándome a mirar abiertamente a la izquierda, al tramo de pasillo por el que había llegado, y huí en dirección al baño y a los gritos de L.C., porque no podían ser de nadie más.

La luz del pasillo se encendió a tiempo y pude ver, en lo alto, el agujero siniestro que tanta inquietud me había procurado antes. El mismo  que ahora me resultaba terrorífico, porque de ahí dentro provenían los alaridos histéricos de una persona llevada al paroxismo por Dios sabe qué cosa.

Ahí terminaba mi huida. No había más pasillo, solo el baño de hombres y el de mujeres, y una puerta más, al fondo, supuestamente cerrada. Probé en esa, siempre sin mirar atrás, donde el estruendo se repitió otra vez y un roce y un chapoteo estuvieron a punto de paralizarme definitivamente. Por fortuna, yo era en ese momento un animal, un manojo de instintos primordiales cuyo objetivo era conservarme con vida: la inteligencia ya no era mi mejor recurso, solo me valía correr, huir, escapar lejos de ese sitio y de lo que fuera que estaba provocándolo todo.

La puerta se abrió a una escalera idéntica a la otra, diagonalmente opuesta, que había recorrido con L.L. para acceder a la segunda planta. En un rincón lejano de mi consciencia algo me recordó que arriba había otra puerta cerrada en apariencia, al final del pasillo, junto a la sala en que habíamos encontrado a D.D. Subí los escalones a saltos y llegué allí, pero este acceso sí estaba cerrado: no podía escapar al pasillo de la planta superior, que, a juzgar por el estrépito que se oía, seguía batido por el tremendo aguacero y el ciclón que casi acaba con los tres.

Seguí subiendo otro tramo de escalera más y llegué al final. Otra puerta, cerrada como la anterior, me impedía el paso. No tenía cerradura, solo un candado sujeto a una cadena. Empujé y cedió unos centímetros y, a través de la abertura, pude comprobar con horror que en la azotea, tan destartalada como las vertientes de los tejados que la rodeaban, no caía ni una gota de lluvia, el aire no se movía y la luna lucía espléndida e iluminaba la escena casi como si fuera de día.

Todos los sonidos desaparecieron de golpe y me encontré solo, a oscuras y en un silencio repentino tras una puerta que no me permitía seguir huyendo. Un roce y un gorgoteo en el agujero negro al que daba la escalera fue mi último recuerdo antes de la contemplación de unas protuberancias viscosas a modo de dedos que asomaban reptando por el borde del último escalón y cuyo tacto ya me era conocido. La extraña extremidad surgía paulatinamente desde la negrura. Se movía con una lentitud insoportable, tanta que tuve tiempo de volverme loco antes de caer en la verdadera pesadilla.


La percepción del transcurso del tiempo no forma ya parte de mí. Solo conozco la noche; el día es un fogonazo que me ciega desde el amanecer hasta el ocaso. Solo vivo en la oscuridad y solo en ella consigo progresar.

Intuyo que han transcurrido décadas. Ya he aprendido a materializarme parcialmente; soy capaz de generar un susurro leve y de escribir con mucho esfuerzo una o dos palabras a lo largo de toda una noche en estas hojas de papel que apenas puedo mover.

El edificio sigue en pie, tal como lo recuerdo, y en él sufro el martirio de mi compañero, el otro, aquel por quien fui escogido para ser su sustituto algún día. Es sádico, retorcido y cruel. Hace mucho que aprendió a producir música y a proyectar su imagen translúcida sobre un fondo oscuro, y otras muchas artimañas. Con los años ha llegado a dominar este entorno y ha vertido en él todo su odio por los vivos, ese mismo que siento crecer en mí conforme se acerca el día en que él se marchará por fin y yo quedaré solo.

Mis amigos fueron sus primeras víctimas mortales; luego hubo más y, finalmente, la gente dejó de venir y ahora el lugar está abandonado. Escribo mi historia con paciencia infinita, a razón de dos palabras por noche, pues el tiempo no me limita, solo mi nueva naturaleza espectral. Como habitante casi inmaterial de este horrible convento, deambulo como alma en pena por los corredores, las escaleras, el claustro y el patio, soportando continuamente el peso de un terror omnipresente que me tortura con sadismo noche tras noche.

Mientras, espero el día, demasiado lejano, en que las personas olvidarán los sucesos acontecidos aquí y volverán a recorrer el edificio. Para ese momento ya estaré preparado para matar con el simple miedo, y solo entonces se marchará el ente maldito y yo ocuparé su lugar. Y después tendré que buscar entre mis propias víctimas, aterrorizadas hasta la muerte, a quien pueda sucederme a mí, para así poder abandonar yo mismo este agujero negro ajeno al tiempo en que me encuentro atrapado desde que tengo memoria.

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