ELLA
Chelo Martínez
El carruaje que hacía la ruta hasta el pequeño palacio gótico no llegaba. En la parada, solo, un joven se impacientaba.
Tras él, bajo la tenue luz de una farola, una joven a la que no había visto se acercó y lo invitó a pasear con ella hasta el palacio. Él, persona solitaria y de pocas palabras, aceptó sin saber por qué, como si algo lo empujara hacia ella. Comenzaron a caminar ajustándose bien sus abrigos.
Bajo la densa niebla londinense la joven pareja paseaba, enfundado él, bajo el abrigo, en unos estrechísimos pantalones y con fijador en su pelo para asegurarse de que se mantenía de punta. Ella, vestida con una falda azul y una lívida blusa blanca, tan lívida como su tez y como la luz de la luna que los acompañaba.
No mediaban palabra entre ellos. El joven, de vez en cuando, la observaba de soslayo, pero nunca se entrecruzaron sus miradas.
Tras un largo y nebuloso camino aparecieron ante sus ojos los pináculos, contrafuertes y arbotantes del palacio. Traspasaron la puerta y un débil rayo de luz que se colaba por la vidriera, enmarcada por el arco ojival, los iluminó a la altura de los ojos.
El joven, de repente, sintió un frío helador. No había nadie en el palacio. Miró hacia arriba, hacia los lados y a sus pies. La bóveda de crucería, los nervios de las columnas y las tumbas del suelo se iban juntando velozmente como unas manos que se entrelazaban. Le faltaba el aire.
Súbitamente, la puerta se cerró y lo asustó con un golpe seco. Horrorizado, dirigió su mirada a la joven y no la vio. En ese mismo instante ella traspasaba la puerta cerrada como el espíritu maligno que era.
Lejos de allí, en la parada del carruaje, un policía investigaba la muerte de un joven encontrado muerto por asfixia que vestía pantalón estrecho y peinaba su pelo con fijador.
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