7º relato (fuera de concurso) del X Concurso de Microrrelatos (2025)

EL LIBRO DE LOS MUERTOS
JLBelloq


La artrosis le había convertido la mano en una garra, lo que le impedía sostener la pluma entre los dedos: escribía agarrándola dentro del puño cerrado, como un garrote. El pergamino se rasgaba ante la furia con que la punta entintada, falta de gobierno, dibujaba letras deformes, que formaban palabras oscuras, que describían maldiciones, que invocaban demonios, desvelaban conocimientos arcanos o atraían el mal sobre personas y lugares remotos.

El escribiente, un hombre pálido, desnudo y malnutrido, se arrastraba entre montones de legajos esparcidos por el suelo, restos de pan ázimo y manchas de orina. En su deambular errático por la estancia evitaba, por puro instinto, la jarra de agua y un rincón repleto de heces en distintos estadios del proceso de descomposición.

Su mente desquiciada no permitía respiro a su cuerpo, al que parecía considerar un bien sacrificable en pro de su objetivo último: la terminación de su obra magna, del libro que compendiaba el saber sobre la muerte y los muertos; el saber de cuantos, obsesionados como él mismo, habían aprendido las artes del mal creadas en el mundo desde que el hombre tuvo conciencia de la existencia de los poderes de la oscuridad.

Durante doce veces doce lunas, desde el primer solsticio de invierno hasta el décimo segundo, su esclavo, ciego por su propia mano para que no pudiera leer por accidente lo que allí estuviera escrito, retiraba los manuscritos del amo y los almacenaba en un arcón sin orden, arrugados, fragmentados, manchados de cualquier excrecencia o fluido, no importaba su estado.

Cuando recibió un pergamino en blanco supo que la obra estaba concluida y su servicio ya no era necesario, y se arrojó a un pozo.

Doce desgraciados fueron despellejados ex profeso para crear las tapas, entre las que se agolparon un caos de páginas escritas con la sangre de su autor; doce bebés que no habían probado la leche materna fueron sacrificados, y con sus sesos se creó una solución que protegería el objeto maldito contra el fuego devorador y el ansia del gusano; doce doncellas que no habían conocido hombre se suicidaron en un ritual de consagración ante el atril donde se exponía la primera página.

En la mañana del primer día tras el décimo segundo solsticio de invierno, un despojo humano desangrado, enfermo y loco, salió de su cabaña por vez primera en doce años. Se arrastró hasta el mercado, donde un demonio invisible cobró el tributo debido devorando al infeliz sabio ante la mirada horrorizada de los mercaderes y sus clientes. Grandes trozos de carne y vísceras parecían  desgajarse espontáneamente de su cuerpo, sostenido por una fuerza de origen desconocido, por un espíritu opaco que no soltó la presa hasta que no quedó más que sangre a los pies de donde el escritor se había convertido en víctima de una voracidad venida del más allá. Sobre los restos, fragmentos de un cerebro negro como polvo de carbón.

Esa misma mañana, en otro punto de la ciudad, otro hombre, otro fanático adorador de criaturas más allá de su comprensión, huyó lejos con un tomo único de una obra única e irrepetible, escrita en sangre, encuadernada en piel humana, en cuyo frente se había escrito con letras irregulares “Necronomicón, el Libro de los Muertos”.

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