CARTA DESESPERADA
JLBelloq
En un punto indeterminado, al norte del Círculo Polar Ártico
Un día indeterminado de julio de 17…
Es un hecho irrefutable que he creado una vida. Tal afirmación no tendría nada de especial si la expresara una mujer, cualquiera que fuera, pero es inaceptable dicha por mí, un hombre sin más mérito que un título de medicina ni más habilidades que las de mis propias manos cuando manejan los instrumentos de mi profesión; y con una obsesión insana por ganarle a la mismísima Muerte en su terreno, por recuperar lo que considero que me robó en un acto alevoso durante mi juventud: mi propia madre. Mi fe en la Ciencia ha sido mi fuerza en esta batalla desigual; la Naturaleza, aliada circunstancial de mi enemiga, ha sido la suya.
Creé un ser vivo a partir de restos de otros, en contra de los principios más elementales de la Biología; luego, lo di por muerto; luego, abominé de mi propia creación. Y él, vivo a pesar de todo, ciego de cólera por el abandono de quien consideraba su padre, arrebató dos vidas porque sabía que me importaban; y, cuando volví a fallarle, otra más.
Su deseo de venganza, una vez cumplido, provocó el mío, y en su persecución he consumido mis energías, mi salud y me temo que mi vida, bien del que ya casi no dispongo.
La criatura se me escapa en este mar de hielo en donde su condición sobrehumana se impone a mis ya escasos medios. He perdido casi todos los perros; los supervivientes durarán poco: ya hacen caso omiso del látigo. He consumido las provisiones, he perdido la brújula, el congelamiento ha invadido mis piés. He agotado toda fuente de calor y de luz. He olvidado cómo he llegado hasta aquí. Veo a la Muerte delante de mí, a pocos metros, como un espectro acechante, a la espera de mi último aliento. Solo mi determinación me mantiene en movimiento, en pos del monstruo incansable que no se detiene nunca, seguro de su supremacía física sobre su creador, pero temeroso de la pistola cargada que sabe que protejo cerca de mi pecho.
Maldito sea, y maldita la hora en que creí que la Ciencia me devolvería lo que ya no era mío ni de este mundo. He aceptado por fin que mi madre, muerta por el acto sublime de preservar la vida, no volverá nunca más, como han demostrado para siempre las aberraciones que yo mismo construí.
Distingo en el horizonte blanco unos mástiles y la silueta de un casco semienterrado en el hielo. No puede ser, los seres humanos no se aventuran en este infierno helado. A falta de rastro, me dirijo hacia esa alucinación con la única esperanza de que el asesino al que persigo vea lo mismo y se dirija al mismo punto.
Daría lo poco que me queda en este mundo porque así fuera, para encontrarme de una vez cara a cara con mi destino. Sacaría la pistola –Dios mío, que la pólvora siga seca-, y le dispararía a la cabeza sin mediar palabra, tal es mi propósito. Porque –ahora me doy cuenta-, no quiero que me haga la pregunta que temo, la que no sabría responder, la que ha ennegrecido mi corazón desde aquel aciago día en el laboratorio, cuando renegué de mi creación sin más motivo que el miedo irracional a vencer a lo invencible y a dar al mundo una nueva raza de seres destinados a reemplazar al Hombre.
Víctor Frankenstein
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