7º relato (de 9) -fuera de concurso, Noche de Difuntos 2018-

ÚLTIMOS ARTILUGIOS DE FLEMMEL MCDAVISH
Sutter Cane

A día de hoy, la flemática población de la gigantesca Londres se divide en dos grupos bien diferenciados, estudiosos científicos amantes de la ciencia y la ingeniería, y salvajes sedientos de sangre. Flemmel Mcdavish, Ingeniero Londinense, estaba en el primer grupo. Flemmel, afamado científico, que disfrutaba de cierto renombre gracias sus modernos experimentos de “Integración de la corriente catódica en intervalos para la activación de la catarsis cardiaca”, era de una personalidad fría y calculadora hasta el extremo. En la universidad nadie quería estudiar con él. Aparte de sus increíbles avances en la mecánica y la medicina aplicada, innumerables y pequeños artefactos e inventos, sus crueles observaciones para con los alumnos eran conocidas entre sus colegas. Sus dotes para la ciencia le habían abandonado al “mal del científico”: carencia absoluta de empatía por el prójimo. Hasta tal punto que una vez fue juzgado por ello ante un tribunal. Cierta vez había diseñado una trampa eléctrica para ladrones, de una efectividad demoniaca. Un pobre ladronzuelo al que se le ocurrió entrar, un joven de la calle cuyo estómago probablemente rugía por las inmediaciones de Rummel St., quedó literalmente abrasado por la vorágine de voltios que atravesaron su cuerpo. El espantoso olor a carne quemada alertó a todo el barrio. Dado el gran reconocimiento de Flummel  en vida, la cosa quedó en una aseveración ante el tribunal.

Entre aquellos dos grupos se encontraba un ser humano que unía ambos mundos como un puente. Nicolás  Borlag caminaba silencioso por el sendero mortecino, bañado por la pálida luz de la luna llena, básico para realizar toda clase de tropelías nocturnas sin abusar de la luz de las velas.  El pálido manto blanco que extiende el disco lunar es capaz de otorgar una visión excelente cuando está en su plenitud.

El encargo de esta noche estaba en la media de los servicios que le solicitaba el colectivo de doctores. Un cadáver fresco, en buen estado y con el mínimo deterioro posible.

Atendiendo a la demanda y puesto que la muerte letal por infarto se había producido recientemente (en la Calle Rosburg número nueve, mediante la cual, el señor Flemmel McDavish, había pasado a mejor vida), era conveniente pasar a la acción y realizar el trabajo rápidamente puesto que de nuevo el hambre llamaba a su puerta y los encargos habían bajado su número en demasía. Quizá fueran los avances en medicina, o la incipiente reducción de la delincuencia.

En esto pensaba Borlag mientras serpenteaba entre los lánguidos senderos, infestados de turbias enredaderas terreras, que salpicaban el camino formando túmulos nudosos y tejidos con las raíces de los árboles, apiñándose contra las lápidas. Estas se iban volcando como deprimidas por el peso inexorable del tiempo.

Silencioso, avanzaba cruzando las oscuras tinieblas de los árboles y panteones que arrojaban sombras alargadas, dando a las colinas del camposanto el aspecto jaspeado de la piel de un tigre gris y negro, si sobrevoláramos por encima de sus páramos, como un cuervo que lo cruza volando para posarse en la torre del campanario.

A veces se enganchaba en las cruces de hierro oxidado y roído por la túrbida humedad del suelo del cementerio, que en la noche fría humea vaporoso, por el calor emanado desde el suelo. Debido a las innumerables reacciones bacterianas producidas por los cadáveres en descomposición en sus ataúdes de madera orgánica.

Pero no era aquella la zona que le interesaba. Su atención se centraba en la infame y enorme cripta oscura de West Norwood. Una tumba subterránea con modernos mecanismos de ingeniería financiada por las familias más ricas de Londres y a prueba de la ola de robos de cadáveres que arrasó en años pasados los cementerios. Un negocio bien pagado aunque en declive y del cual era heredero Nicolás Borlag.  La esperanza de vida de un londinense no llegaba a los treinta y cinco años. Era un buen “nicho” de material fresco para los impíos científicos.

El cementerio de Norwood es un lugar muy exclusivo si uno era un cadáver. Para evitar la profanación la noche posterior tras ser inhumado, la tumba bajo la capilla estaba equipada por un catafalco hidráulico, para bajar a los difuntos al mundo de los muertos. Allí eran metidos en unas tumbas, apiladas en forma de panal, llamadas Loculi, cerradas tras una reja de metal, y metidas en un ataúd reforzado por el lado de la cabeza, ya que los ladrones acababan antes abriéndolo por ahí y extrayendo el cuerpo rápidamente.

Tras el silencioso asalto a una de las puertas pequeñas y medio escondidas que daban acceso a la necrópolis, fue el momento de encender la lámpara de aceite y adentrarse entre las mohínas tumbas del cementerio. Novecientos setenta y dos cadáveres. Muertos por todas partes. Caminó entre cientos de apiladas tumbas iluminadas por la tenue luz de la llama, que hacía y deshacía rápidamente espectrales sombras en las paredes. Las húmedas catacumbas irradiaban un fétido olor a añejo, mezclado con la raída superficie de las rejas corroídas por el óxido que carcomía el metal formando bulbosas pompas de hierro deshecho. En el suelo se entremezclaban el polvo, las astillas, y los trozos de madera rotos y podridos, junto con algún fragmento de hueso, probablemente de macabros hurtos anteriores.

Se acercó a la zona más reciente, cruzando por entre las criptas de las familias más adineradas. El tiempo y el moho no obedecían a las leyes de los vivos, pudriendo y deshaciendo bajo la humedad salitrosa los ataúdes por muy adornados que fueran, y por muy nobles que fueran los materiales utilizados. En las más antiguas criptas todo era una pútrida amalgama corrupta.

Se aproximó a las tumbas recientes que buscaba, mientras se ponía un pañuelo empapado de perfume a la boca. Algunos ataúdes estaban frescos. Desprendían un malsano vapor producido por bullir de las bacterias devorando la carne. El hedor de las miasmas invadía la mente del Burlog, nublando su mente. Hasta que por fin en la oscuridad una placa metálica refulgió devolviendo la amarillenta luz a los ojos del ladrón de tumbas, donde podía leerse Flemmel Mcdavish.

Rápido y certero Nicolás abrió hábilmente el candado de la reja, se deslizó al interior del fétido cubículo e inmediatamente empezó a aplicar una fuerte palanca sobre el cabezal del ataúd. No tardó mucho en oír como crujía la madera cercana al lado de la cabeza. Aturdido y al borde de la asfixia, escucho aquel crujido como algo esperanzador. Pues tan solo pensaba en salir de allí lo más rápidamente posible con su presa. No obstante, fue otro sonido el que le lleno de espanto: el inequívoco sonido metálico de algún mecanismo despiadado, cuya vibración notó como un pálpito en los dedos, atravesando el suelo y subiendo por la pared. En el silencio sepulcral y cubierto por la luz ambarina de la llama, entre el espantoso hedor de los innumerables cadáveres apilados bajo tierra, la puerta de reja volvió a cerrarse contra la piedra roída con una fuerza y una precisión despiadada.

Flemmel McDavish había fabricado un último artilugio.

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