La capilla (relato)

No sólo Dios habita en las plegarias del creyente (JLBelloq, Círculo del Ludófago)

17667998-desaturated-image-of-a-young-novice-nun-praying-a-rosary La capilla

por JLBelloq

La estancia, fría y vacía, se iluminó fugazmente por la rendija de la puerta. La religiosa se coló por ella, miró la figura de la Virgen a su derecha, se persignó, musitó unas palabras y luego cerró y la penumbra volvió a oscurecer la capilla. Unas pocas velas, al fondo, sobre el altar, le permitían caminar con cierta seguridad por el pasillo, entre los bancos de madera. En aquella suerte de catacumba, el mero roce de sus alpargatas sobre el suelo de baldosas sólo era igualado en sonoridad por la agitación de las telas de su propia ropa.

La mujer avanzó con languidez hasta el primer banco, donde dejó su Biblia y se arrodilló sobre el reclinatorio. Su mirada apuntaba arriba, al Cristo de madera clavado al crucifijo, con los ojos cerrados, las lágrimas detenidas por el escultor en mitad de las mejillas, y una expresión ya familiar de sufrimiento interminable. La luz de los cirios, a sus pies, resaltaba los contornos y creaba sombras duras en contrapicado, dotándolo de un aire extraño, como de aparición.

El silencio era de nuevo dueño de aquel espacio. La monja, juntas las manos, rezaba con la devoción debida a la estatua ensangrentada del supuesto salvador de su alma. Su cuerpo menudo proyectaba una sombra larga y difusa a su espalda. La oscuridad era la otra dueña de aquel lugar. Silencio y oscuridad eran lo que la llevaba allí a orar en soledad, lejos de compañías que la distraían y la inducían a relajar su disciplina diaria de comunicación con Dios. Allí estaba realmente sola, en cuerpo, que no en espíritu, pues era aquél el único lugar del mundo en que percibía otra presencia, la que escuchaba sus plegarias y prestaba atención sincera a cuanto ella expresaba en sus pensamientos. Era reconfortante sentirse atendida, tanto que había convertido en hábito su visita diaria a la pequeña capilla.

La oración de hoy era casi una confesión, la de una persona sinceramente arrepentida de una lista de pequeñas faltas que cualquier otra habría pasado por alto sin el menor problema de conciencia. A la religiosa, en cambio, la desasosegaba saberse tan imperfecta y tan pecadora, y habría acabado desesperada -¿paranoica?- si no fuera por aquel retiro espiritual secreto. La vehemencia crecía en su interior y, sin darse cuenta, empezó a murmurar. Sus rezos entre dientes rompían con estrépito el profundo silencio, como la tenue luz de las velas lo hacía con la oscuridad.

Algo, sin embargo, la distrajo momentáneamente. Sin saber por qué, interrumpió su oración y, tras unos segundos de vacilación, se volvió y miró hacia la puerta: no vio nada más que negrura. La mínima luz que proyectaban las diminutas llamas desde el altar no alcanzaba a iluminar el fondo de la estancia. Allí estaba la puerta por la que había entrado unos minutos antes; allí se suponía que seguiría, tras el telón negro que cubría el final de la capilla y ocultaba por completo las últimas filas de bancos.

Miraba sin saber qué, y, sin saber tampoco por qué, tomó su biblia y se forzó a mirar hacia adelante y reanudar su rezo. Los murmullos de su propia voz volvieron y sus pensamientos regresaron a la culpa y al castigo autoimpuesto. Concentrada en su tarea olvidó otra vez dónde estaba. Su mente vagaba por su interior, buscando ese momento místico tan anhelado pero tan lejano como vanamente deseado.

De nuevo, algo la interrumpió. Esta vez lo oyó. Suave, grave, casi ronca, una voz que no era la suya había susurrado: “No”.

¿O se lo había imaginado? Volvió la cabeza de nuevo y de nuevo vio la negrura que ocultaba la entrada por la que había accedido a la capilla. Nada se oía, nada se movía, todo estaba como antes, silencioso y quieto. Perdió el hilo de sus pensamientos. Ahora intentaba recordar el momento precedente y decidir si había escuchado algo en realidad o en su imaginación.

Definitivamente, había perdido la concentración: Dios tendría que esperar un momento. Siguió mirando allí, al fondo, sin respirar, esperando a que sus ojos se adaptaran a la ausencia casi total de luz. Tenía que estar segura de que allí no había nada más que unos bancos, una puerta y la repisa con la pequeña Virgen de escayola.

La luz de las velas del altar titiló. Miró hacia las diminutas llamitas: la quietud de la losa de mármol estaba rota, algo removía el aire en la estancia de una forma casi imperceptible. Por primera vez en varios meses de visitas a escondidas, la mujer se sintió intranquila entre aquellas paredes. Todo parecía igual que unos minutos antes y, sin embargo, ella no lo percibía así. Intentó serenarse y volver a su intimidad, pero ya no fue posible: la sensación de soledad la había abandonado aunque no pudiera explicar la causa.

La madera de un banco, al fondo, crujió. No era un sonido inaudito en aquel lugar, pero hoy todo parecía distinto de una forma muy difícil de determinar. Notó un leve dolor en los dedos: tenía las uñas clavadas en el apoyo de madera del banco y en las pastas de su biblia, y apretaba con demasiada fuerza. Se forzó a relajar las manos, sujetó el libro contra el pecho y dio por terminadas sus oraciones. Abandonó el reclinatorio, clavó la rodilla en el suelo del pasillo y se despidió del Cristo crucificado con el signo de la cruz. Murmuró el preceptivo “amén” y entonces lo oyó de nuevo, más claro, más alto: “No”.

Esta vez estaba segura, alguien que no era ella había hablado en esa estancia. Se puso en pie y se volvió una vez más. Frente al inescrutable fondo de la capilla, con el Cristo protector a su espalda, miró allí, entornando los ojos, ahora con la convicción de que no estaba sola. Permaneció inmóvil durante unos minutos, paralizada, incapaz de moverse por miedo a no sabía qué. Respiraba con fuerza, y paradójicamente esperaba con ansia algo, lo que fuera: un ruido, un atisbo de movimiento, cualquier cosa que la convenciera de que su temor era real, que no alucinaba.

Retrocedió lentamente hasta que su espalda topó con el altar. Tanteó sin dejar de vigilar la oscuridad y tomó uno de los cirios. La cera caliente se derramó sobre el dorso de su mano y la hizo gemir. La luz le devolvió la seguridad y, con la vela ante sí, a modo de escudo, avanzó por el pasillo con lentitud, temerosa por lo que pudiera descubrir en aquella parte de la estancia aún oculta a su mirada.

Las sombras tenues se movían ahora hacia los lados a medida que avanzaba entre las filas de asientos, y la oscuridad retrocedía en dirección a la puerta. Por fin vio el último banco y distinguió con claridad la silueta de la puerta dibujada en la pared. Unos metros más y escaparía al pasillo iluminado y podría olvidar la sensación de agobio de esa noche siniestra en su retiro espiritual. Cuando ya alargaba la mano hacia el pomo, intuyó que algo no estaba bien. Se le erizó el vello, su cuerpo entero se detuvo en mitad del movimiento y vio, con el rabillo del ojo, la repisa vacía y la imagen que yacía, partida en dos, en el rincón.

La adrenalina funcionó con eficiencia y la monja se abalanzó hacia la puerta. Giró y tiró compulsivamente del pomo, pero no se abrió. Lo intentó con más fuerza, con desesperación, pero fue inútil: la cerradura no cedía, la llave estaba echada. Seguía sin saber qué era lo que temía, ni cómo un momento de oración había acabado así. Jadeaba, su corazón resonaba en toda la sala. Intentó refugiarse en la esfera de luz de la vela, pero incluso en su estado sabía que eso no iba a protegerla de nada. Ahora podía ver el altar al fondo. El terror hizo presa de ella definitivamente cuando, al mirar al Cristo crucificado, éste le devolvió la mirada desde unos ojos inmóviles, tallados en madera, pero abiertos de par en par, con las pupilas pintadas enfocadas en su dirección.

Aquello no podía estar pasando, era imposible, Dios no podía permitir una aberración así. Los ojos seguían fijos sobre su figura y el miedo la estaba dominando. Temblaban sus manos, temblaba la lúgubre luz del cirio, temblaba todo su cuerpo víctima del horror que la rodeaba en un lugar tan familiar. Se convirtió por unos minutos en otra estatua más, de pie junto a la puerta, hipnotizada por la mirada del Cristo transformado, el horrible objeto de sus plegarias. Cuando la desesperación se hizo insoportable, una idea repentina trajo luz a su mente y se aferró a ella como si su vida dependiera de su veracidad: un sueño, estaba soñando, tenía una pesadilla, eso lo explicaba todo. Sólo tenía que tener calma y esperar a despertarse y todo el sufrimiento cesaría.

Deseó con fervor que fuera así, y rezó con verdadera fe, con una intensidad desconocida, por la salvación de su alma y el fin de ese sueño maldito. Se esforzó como nunca, cerró los ojos y concentró todos sus pensamientos en la tarea e hizo de la Biblia apretada contra el pecho su escudo espiritual. Rezó, suplicó y rogó a Dios que terminara con todo, que volvieran la paz y la alegría de su conversación en la intimidad del recinto sagrado. Su pecho y su corazón recuperaron su ritmo, la agitación fue desapareciendo, la inquietud se diluyó poco a poco en un baño de confianza en el dios que tanto amaba.

Todo volvió a su cauce. El silencio era completo, la calma interior también. Siguió así un minuto más, con los ojos cerrados, ciega por decisión propia, las lágrimas rodando por las mejillas. Era un sueño… o una prueba. A lo mejor Dios quería probar la fuerza de sus convicciones, la profundidad de su fe. Al fin, sosegada, se forzó a abrir los ojos, segura de haber despertado o haber superado la prueba o ambas cosas. Y allí estaba Él, a un palmo de su cara, mirándola fijamente con sus pupilas pintadas y exclamando un ronco pero inequívoco “No”.

Ni la fe más inconmovible ni la veneración más encendida podrían haber evitado el desenlace fatal. Sólo la locura podía, y en ella encontró la monja su salida. Convirtió la demencia en su refugio contra todos los males, se escondió en su propia mente, donde nadie, sólo Jesús, sólo Dios, podría encontrarla. Era su nueva capilla, donde siempre era de día y no había puertas, donde no había bancos, ni paredes, ni repisas, ni altares. Un millar de innecesarias velas encendidas la rodeaban por todas partes y, en lo alto, el Cristo de madera lo dominaba todo con su rostro benévolo cubierto de lágrimas de sangre rezumada de las cuencas vacías de sus ojos.♣

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sugusana
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sugusana

Muy bueno. Pelitos de punta, sudores y de paso miraditas de reojo para atrás. Tú ya sabes… mucho miedo para mi.

Mr. X
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Mr. X

La redención es lo que tiene… expiar los pecados tiene un precio.
No siempre Dios es amor.

Muy bien recreada la atmósfera.

Uruk Valandil
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Uruk Valandil

Genial. Atmosfera opresora que te invade y te agobia segun vas leyendo… deseando llegar al desenlace final cuanto antes para escapar de alli. Muy bueno 😉