Batiscafo (relato)

Cuando H.P. Lovecraft leyó a Julio Verne, soñó algo como lo que imaginó Sutter Cane (JLBelloq, Círculo del Ludófago)

Batiscafo

por Sutter Cane

     Hermes Louis de Roggiant ha pasado a mejor vida. Su inesperado viaje a través del océano indudablemente le ha traído terribles consecuencias. Cierto es que lo que ustedes dicen sobre su salud mental antes del suceso son factores a tener en cuenta. Pero qué duda cabe, tras leer el testimonio que les traigo a continuación, de que la aventura en la que se vio envuelto ha sido decisiva en cuanto a su final.

Encontré este póstumo escrito en la mesa del comedor de su casa de verano, en Londres, donde él y yo solíamos reunirnos todos los años. Cita que esperábamos con ansiedad ambos, pues fuimos inseparables compañeros de andanzas en nuestra juventud. Es por ello que no hace falta decirles el pesar que me abate con respecto a todo este asunto. Hermes era un encomiable estudiante de ciencias naturales y biología. A punto de ser nombrado catedrático de la Universidad, era un ávido lector no sólo de libros de su disciplina profesional sino también de todas las ciencias tangentes a su especialidad, como por ejemplo Botánica y Zoología. Así mismo podía mantener con él profundas conversaciones que versaban sobre mi propia especialidad, la literatura, donde también parecía defenderse con inusitada fogosidad. Incluso se encontraba entre los más fervientes admiradores de la poesía de Baudelare o Verlaine. Tal era su exaltación en las discusiones que de vez en cuando teníamos que cortar por lo sano en nuestro afán conversador, pues se tomaba las cosas demasiado a pecho: eran su carácter y sus nervios inestables, y parecía tener además cierta tendencia a la obsesión, defecto que él había convertido en virtud, pues fue ese rasgo de su personalidad el que le llevó a poseer un amplio conocimiento en tan numerosas materias. Es de esperar, pues, que tras la vivencia que aquí relata, por desgracia haya perdido la cordura totalmente y me temo lo peor.

Espero que esta nota póstuma que pongo en su poder, inspector Lumiére, aclare sus asuntos lo más pronto posible.

“Nos hallábamos el profesor Petersen y yo, inmersos en nuestra investigación, a bordo del carguero reconvertido en laboratorio marino “Stella”. Habíamos cargado las provisiones en el puerto de Laverne. Consistían en víveres, agua, material científico de toda índole y el nuevo batiscafo que habíamos perfeccionado el profesor Petersen y un servidor, el “Septimun 2”. Dentro de este último ingenio se encontraban todas nuestras esperanzas y orgullo científico, tras el fracaso estrepitoso del Septimun-1, que desgraciadamente colapsó, al inundarse de agua debido a las grietas que se formaron por las altas presiones del fondo marino. Sólo la divina providencia fue la que salvó entonces al piloto, que no era otro que el propio Petersen, que de inmediato comenzó la subida a la superficie y llegó por los pelos a ésta, cuando se encontraba ya respirando en una ínfima bolsa de aire. Gracias al cielo, salvó la vida. Es por ello que, en esta ocasión, era yo el que pilotaría el batiscafo. Y allí, entre los salinos vaivenes de la profunda mar, estaba nuestro plan. Nuestro terrible, loco, descabellado y quién sabe si fatal plan. Un plan tan fuera de cordura que incluso por ello podríamos obtener resultados nunca conseguidos: debía, con el instrumental científico y mecánico que poseía nuestra maquina submarina, adherirme al lomo de algún cetáceo de la zona, los cuales abundaban por aquellas aguas. Tal era nuestro (¡des!) propósito.

Todas nuestras pruebas preliminares en piscinas y pantanos resultaron sistemáticamente satisfactorias y los preparativos para la inmersión no tardaron en estar listos. El Septimun-2 parecía funcionar correctamente. Tan sólo restaba ya encontrar una ruta transitada por ballenas para intentar la arriesgada maniobra que, de ser realizada con éxito, podría llevarnos a la cumbre del mérito científico.

La mañana del 3 de septiembre, ya con todos los preparativos a punto, nuestro capitán al mando nos informó de que un gran cachalote había sido visto por los alrededores del barco y que si no nos dábamos prisa no tardaría en desaparecer, puesto que a estos grandes animales no les gusta la superficie demasiado y rápidamente se sumergen hasta grandes profundidades a hacer actividades misteriosas y desconocidas que nos proponíamos descubrir con este experimento.

No tardé nada en prepararme, ya que ante la inminente alerta me encontraba constantemente con todo el equipo de inmersión a mano. El capitán nos dijo que aún rondaba por allí el cachalote cuando ya estaba yo con un pie dentro del batiscafo y flotando en el agua.

Cuando me percaté realmente de lo que estaba pasando, me di cuenta de que estaba en el agua rodeado por un magnífico animal en una situación que jamás había vivido. Tras un par de vueltas al barco, según las indicaciones por radio de mis compañeros en la estación, no tardé en encontrar la enorme silueta del cachalote que, entre curioso y apático, vino enseguida a escudriñarme, rodeándome un par de veces. Mi corazón latía fuerte, lleno de emoción ante la visión de aquel magnífico ejemplar del animal del que tanto se había escrito. A pesar de su tamaño, daba vueltas a mi alrededor pasando muy cerca pero sin siquiera tocarme, nadando con una fluidez pasmosa para tratarse de tal colosal ser. Medía más de quince metros. Acercó su enorme cabeza a la máquina, pasando sus laterales ojos de aspecto cansado cerca de mí. Curioso y activo ahora como un niño parsimonioso, parecía casi amigable. Suavemente, volvió a rodearme lentamente y me observó por el otro lado. Era un espectáculo precioso ver a aquel ser moverse de aquella manera, tan grande y gentil, entre pasivo y curioso. Grande pero fluido. Otras veces había visto y estado cerca de ballenas y cachalotes, pero nunca tuve la oportunidad de experimentar la vivencia de estar siendo rodeado por uno tan cerca que podía ver las rugosidades de su piel.

Tras un rato dando vueltas a mi alrededor, perdió el interés y se dispuso a otros propósitos, momento que aproveché para salir de mi extasiado estado de observación para ponerme a su cola y prepararme concienzudamente para lograr la maniobra de enganche. Todo se lograría gracias a una especie de pinza dentada diseñada especialmente, disparada en una joroba de grasa de la que gozan estos animales en la zona de su espalda y donde el animal no sufriría daño ninguno ni por supuesto alteraría demasiado como para atacarme, ya que los cachalotes son bastante agresivos y temibles. El plan era que, a una determinada profundidad, si es que se daba la ocasión, soltara el agarre y me elevase hasta la superficie, ya que, a pesar de que nuestro aparato mecánico estaba excelentemente diseñado con los materiales más robustos disponibles, no sabríamos con seguridad qué presiones podría llegar a aguantar.

Tras apuntar a conciencia a la pequeña joroba del animal, disparé con precisión y el enganche dentado se aprisionó en el animal sin que éste prácticamente se inmutase, tal y como habíamos ensayado anteriormente cientos de veces con otros objetos bajo el agua. Acto seguido recogí suficiente cable como para pegarme bastante a su lomo y así el animal no podría sacudirme ni alcanzarme con su boca, ya que a menor distancia, menor peligro de sufrir latigazos provocados por la inercia. Inmediatamente notifiqué por radio el éxito de la primera parte de la misión, gritando por el micrófono el nombre en clave que habíamos acordado en caso de resultado positivo, “Eureka”, cosa que causó una alegría inmensa a bordo del barco, y me dispuse a narrar todo lo que observase. Me encontraba yo agitado y nervioso, excitadísimo ante el éxito rotundo hacia donde se encaminaba nuestro experimento.

El animal, que al salir a exhalar aire y llenar sus pulmones profería un titánico y cavernoso sonido muscular que ponía los pelos de punta, se dispuso a sumergirse conmigo a rastras como testigo único de su viaje. Era aquel un ejemplar magnífico de la naturaleza marina. Su cuerpo era musculoso. Poseía unas enormes fauces dentadas, al contrario que las ballenas, que no poseen dientes, ya que se alimentan de plancton.

Yo y mi máquina éramos apenas un pequeño parásito adherido a su piel. El animal nadaba feliz e indiferente a nosotros. En unos cuantos aleteos pude ver por los orificios de la máquina angosta y pequeña, en la cual apenas podía moverme, que las aguas se volvían oscuras por momentos.

Mecido por la suave corriente provocada por el impulso del agua al pasar por el cuerpo del titán, el batiscafo se balanceaba suavemente mientras yo observaba absorto una montaña submarina completamente envuelta por corales de todas formas y colores. Las coralinas son, para los amantes del mar, verdaderos recreos para los ojos.

Cientos de especies de peces, moluscos y pequeñas formas de vida habitan en un colorido laberinto. Morenas que aparecían de golpe, atacando pequeños peces. Estrellas de mar que campaban por la superficie de los corales. Bancos de peces multicolores serpenteaban entre las venenosas anémonas. Un gran mero rondaba por allí, espantando a los pequeños cangrejos marinos que rápidamente se escondían.

Conforme avanzaba pude ver un gran ejemplar de manta-raya que planeaba ondulante y solitario, como si fuera una criatura extraterrestre, así como un enorme pez Napoleón que, lento, nadaba tranquilo, flanqueado por multitud de peces desparasitadores que limpiaban incluso sus dientes, mientras aquél mantenía la boca abierta pacientemente para que hicieran su labor mientras se alimentaban.

Pronto tuve que encender la pequeña luz de viaje que poseía el aparato para observar el cuadro de mandos.

El animal siguió bajando, deteniéndose de vez en cuando a observar especímenes de peces y grandes bancos de éstos que se encontraban en su camino. Cada bajada que hacía antes de detenerse podía notar las aguas más y más oscuras. Mientras tanto no dejaba de hablar por radio con mis compañeros del barco, notificando todas las cosas que veía y no dejaba de hacer comprobaciones en el instrumental del cuadro de mandos. Presión, profundidad, nivel de oxígeno…

Tras unos quince minutos empezaron a verse cosas maravillosas como un gran banco de medusas gigantes. O un largo y fino gusano de mar de más de dos metros de largo, blanco, que se desplazaba haciendo ondas.

Pasamos posteriormente cerca de una montaña marina, llena de rocas con cientos de oquedades, donde podían verse pequeños peces salir y entrar con inquietud.

El cachalote proseguía con su inmersión, mientras yo comprobaba todo. Pronto me di cuenta de que entonces inclinó el morro e inició una bajada mucho más pronunciada. El animal parecía saber perfectamente a dónde iba.

Ante la verticalidad de la bajada y el tiempo prolongado en que el cachalote apenas modificó el rumbo fijo, apuntando directamente a las profundidades, me puse un poco nervioso y no dejaba de mirar el instrumental, vigilando la profundidad y la presión.

Tras un rato de bajada ocurrió algo que me sumió en una profunda preocupación: la radio dejó de funcionar. Ignoré si en el barco me oían a mí, pero desde luego, tras unos pocos avisos, el sonido de mis compañeros del “Stella” dejó de llegar. Asustado, medité unos instantes sobre si debería proseguir a solas o debería desengancharme y volver a la superficie. Tras recapacitarlo, decidí que el experimento merecía un poco de sacrificio por mi parte, ya que estábamos realizando gestas nunca antes logradas.

Sin dejar de revisar mis mediciones, el cachalote llegó a algún lecho submarino y profundo. Y allí, se paró.

Parecía que esperaba algo. Giró un poco sobre sí mismo, como observando a su alrededor, buscando con calma. Se mantuvo así un buen rato, casi completamente quieto. Pude notar, gracias a la enorme capacidad que posee el agua para transmitir ondas y sonidos, cómo su cuerpo musculoso y sus enormes cavidades interiores emitían extraños y maravillosos sonidos profundos y guturales, los cuales ignoro para qué servirían.

Y de repente, comenzó a moverse. El animal empezó a acelerar con decisión en una dirección determinada, en la cual yo me esforzaba por ver qué era aquello que le interesaba pero que, debido a la escasez de luz, no podía ver. Evidentemente, el animal sí. Tras unos instantes pude observar, gracias a las luces que poseía el batiscafo en el morro, ya que la oscuridad era total, cómo una mancha negra se formaba en la lejanía. Era una mancha grande y deforme. Al principio opté por pensar que el cachalote había reconocido a otro de su especie y se disponía a encontrarse con él en las profundidades, pero luego observé que la forma que adoptaba la mancha no tenía una forma clara, es más, parecía que cambiaba de forma. De pronto noté cómo los poderosos músculos del cuerpo del animal hacían vigorosos aspavientos, acelerando cada vez más y más su velocidad hacia aquella mancha. Ante las sacudidas del cuerpo del enorme cachalote al nadar, el batiscafo donde me encontraba empezaba a oscilar, dando vaivenes e incluso girando alguna vez. Me sobrecogí ante aquellas sacudidas intentando controlar mi posición dentro de la máquina, en la que me hallaba completamente descolocado, tratando a la misma vez de observar que la estructura del batiscafo no sufría daños ni tenía fugas. De repente, en cuanto me estabilicé un poco, vi lo que sucedía. Frente a mí se compuso la forma temible y ancestral de un calamar de unas proporciones colosales, que nada tenían que envidiar al gran cachalote. Éste se disponía, evidentemente, a abalanzarse sobre el desprevenido calamar, atacándolo por su retaguardia. La cosa sucedió tan rápido que apenas tuve tiempo de reaccionar o de pensar en mover la palanca para desengancharme, lo cual hubiera sido lo más prudente. Incluso, habiendo tenido tiempo, no hubiera podido reaccionar, pues me encontraba paralizado por la impresión y el miedo atávico de encontrarme en el medio del vertiginoso combate entre dos colosos marinos. Cuando di en mí, me encontraba dando vueltas dentro de la máquina, que daba violentos tumbos, y desde donde no podía ver nada más que una inmensa nube negra que rodeaba toda el batiscafo. Preso del pánico, intentaba colocarme dentro del artefacto mientras miraba por las ventanas intentando distinguir algo. Sólo por instantes podía ver, a veces, como fotogramas provocados por las luces al impactar en objetos tras un fondo negro, fragmentos de mar, el lomo del cachalote, y lo que parecían los grandes tentáculos del calamar que se asían fuertemente en éste, produciéndole pequeñas laceraciones. Luego, en segundos, la nube negra volvía a envolverlo todo.

Fue rápido. Tras unas violentas sacudidas, acompañadas por el sonido de burbujas, el artilugio dejó de dar vueltas y pude colocarme. Rápidamente examiné el aparato con ojos y oídos en busca de cualquier fisura, y después me quedé inmóvil, sobrecogido.

Parecía estar bien, así que, sin perder más tiempo, decidí que ya había sido suficientemente imprudente y no correr más riesgos. Agarré fuertemente la palanca para desprenderme del animal y tiré de ella. Todo fue en vano, el enganche no se desprendía. Volví a tirar más fuerte, y aunque la palanca llegaba hasta su tope, parecía ser que el fallo mecánico estaba fuera, en el cable y el enganche. Tragué saliva intentando no pensar en el aprieto terrible en el que me encontraba. Intentando tranquilizarme, respiré hondo y me puse a mirar por las ventanillas. Al parecer, el cachalote había acabado con la vida del calamar en una fugaz pero violenta batalla entre colosos, y había devorado parte de él. Al observar detenidamente pude entender que la nube negra que envolvía todo era la tinta del gran cefalópodo.

En la calma, intenté abstraerme un momento en lo que acababa de presenciar. Pensaba en qué terribles batallas se formarían a diario en estas profundidades. En cómo el cachalote había dado muerte a un animal de pesadilla que nunca antes el hombre presenció. Y lo espeluznante que sería encontrarse cara a cara en el mar con uno de ellos.

Tras un rato pensando, caí en la cuenta de que el cachalote nadaba tranquilo y jugueteando en el océano. Parecía que paseara como un humano pasea por un parque al atardecer. Divirtiéndose. Relajado, nadaba hacía profundidades desconocidas. Yo, aterrado, no dejaba de mirar los instrumentos de medición y cómo habíamos sobrepasado la máxima profundidad que considerábamos prudente hacía ya rato.

Asustado, mientras tiraba una y otra vez de la palanca, sabía que el aparato donde me encontraba podría estallar en cualquier momento. Tan sólo me quedaba confiar en que el animal subiese a la superficie y, allí, salir del aparato.

El animal nadaba por lo que parecía una pradera submarina, encajonada en un valle, en una zona donde parecía haber un poco más de claridad, pese a que la profundidad era mayor. Luego, ascendimos bastante por la ladera de una montaña llena de algas y rocas, cosa que me tranquilizó bastante.

Al llegar a la cima, vi que se habría una gran sima, cual si fuera un gigantesco cráter en el fondo del mar, que se convertía más adelante en un valle. El cachalote nadó hasta el centro de la hendidura, que se hacía más profunda a medida que avanzábamos.

Pude distinguir después cómo en el fondo del valle, en lo más profundo, se alzaban sombras enormes que se desparramaban por el infinito lecho marino. Según nos acercábamos pude comprobar que las sombras se convertían en formas sólidas, casi geométricas y regulares, hasta el punto de que parecían haber sido manufacturadas más que talladas o carcomidas por las corrientes marinas.

Cuando nos aproximamos bastante pude comprobar que aquello eran, efectivamente, construcciones, por la disposición y la forma de las rocas que integraban aquellas formas fantasmagóricas y negras y el hecho evidente de que habían sido colocadas con alguna intención. Sin embargo, su disposición, su forma, no correspondían a las necesidades urbanitas de seres humanoides o, para ser más específicos, caminantes bípedos que se desplazan a la manera humana o mínimamente parecida. Era más bien un diseño con reminiscencias prehistóricas, sus formas rezumaban una inspiración casi animal. Plataformas y escaleras en extrañas direcciones, puertas en alturas extrañas y de multitud de formas diferentes. Casi como si los seres que allí morasen entraran desde cualquier dirección, quizás reptando, nadando, volando o saltando.

Cuando nos íbamos acercando más y más, comprobé con cada vez más creciente vértigo, las proporciones descomunales de aquellas primitivas construcciones. El tamaño medio de cada roca era colosal. Columnas gigantescas, de forma cilíndrica y achatada, más abultadas por su parte central, enteras o en ruinas, salpicaban el monstruoso y negro conjunto. En mi cabeza se formaban delirantes pensamientos, intentando vislumbrar el origen, ante aquellos negros vestigios, de lo que pudo ser una civilización muerta y olvidada, engullida por los inmensos océanos en el albor de los tiempos.

Según atravesábamos el océano, ante aquellas pavorosas construcciones, pude ver nuevos y grotescos conceptos de lo que pudieron ser templos ahora derrumbados. Intenté imaginarme a qué horripilantes deidades honraban, y qué espantosos sacrificios podrían realizarse en sus antaño malditos altares. Nuevas y extrañas formas y técnicas de construcción y de lo que podría llamarse “urbanismo” parecían converger allí, entre retorcidos callejones, con altibajos, con extraños túneles y arcos de formas nunca antes vistas en ninguna civilización terrestre.

El cachalote paseaba por la periferia de la inmensa y negra polis sumergida, y parecía ser conocedor de aquellas ruinas, y que entre sus habituales viajes a las profundidades abisales acostumbraba a pasar por allí. Sin embargo noté cómo se mantenía en los alrededores y no se adentraba en la gigantesca marabunta de arcaicas construcciones.

Comprobé también cómo la extraña claridad de aquellas aguas, anormal a semejantes profundidades, se debía a algún tipo de fantasmagórico resplandor casi verdoso que surgía de aquí y de allá entre las formidables construcciones de aquella monstruosa y submarina mega polis.

Entre las temibles construcciones, puede ver lo que parecían bajorrelieves, y formas anormales de estatuas gigantes, bastante deformadas, pulidas por las corrientes marinas y horadadas por las innumerables legiones de parásitos diminutos que pueblan las profundidades oceánicas. Según se acercaban a lo que parecía el epicentro de la ciudad, el tamaño de las mismas se hacía más gigantesco. Más adelante, el terror más absoluto se apoderó de mí cuando pude ver que entre las horripilantes y enormes construcciones del interior de la ciudad parecían verse reptantes y extrañas sombras y formas que, como mínimo, doblaban en tamaño al no precisamente pequeño cachalote en cuyo lomo me encontraba enganchado.

Dada la poca luz y la lejanía no podía distinguir claramente la forma concreta de aquellas sombras que parecían moverse siguiendo patrones completamente extraños y nunca vistos para mí, que soy un amplio conocedor de la morfología del reino animal, ya sea marino, terrestre o aéreo. No parecían seguir el mismo ritmo ni ejecución de ninguna forma motriz conocida. Tan sólo recuerdo que lo más parecido a aquellos movimientos eran algunos insectos, en concreto el aleteo arrítmico y semi-caótico de una mariposa.

Tras ver todo esto, las pulsaciones de mi corazón se dispararon, efecto provocado por las terribles visiones y la agonía de encontrarme en una máquina al borde del colapso. Paulatinamente, el artefacto se me hacía más pequeño, y mi asfixiante agonía se hacía más opresiva. Tenía la sensación de ser una partícula insignificante y que tan sólo con una violenta sacudida de cualquiera de las cosas que me rodeaban, sería aplastado o proyectado brutalmente a mi muerte sin la más mínima importancia para el mundo que me rodeaba. Incluso comprendí que el cachalote intuía el inmenso y desconocido peligro abismal que manaba de aquel lugar, y por ello se mantenía en la periferia.

Al borde del colapso nervioso, pude ver también en cada vez mayor número y mayor tamaño, agujeros excavados en el lecho marino, parecidos a pozos, con su anillo de piedras a su alrededor. Los había de todos los tamaños, y todos parecían tener una profundidad inmensa. Pude distinguir algunos realmente grandes, del tamaño de una aldea de diámetro, que bajaban verticales hacia un abismo negro.

En un estado tremendo de agonía nerviosa, provocado por el vértigo existencial de las visiones pavorosas y la terrible y desconocida existencia que en ella reptaba, casi estuve a punto de ahogarme de los nervios. Y fue sólo la falta de oxígeno en la máquina la que me sacó del estado de ansiedad nerviosa. Pude recomponer tan sólo un poco mis nervios y la consciencia, lo suficiente como para abrir apresuradamente otra cápsula de oxígeno comprimido que rápidamente refrescó el agobiante aire viciado de la máquina submarina.

Temblando, comprobé a duras penas los aparatos de medición, casi sin ser consciente realmente de los números que marcaban, cuando me sorprendió una última visión que me sumió para siempre en el infierno agónico de mi vértigo existencial. Se abría, entre la negrura llena de bulbos y hongos acuáticos, de extrañas y aborrecibles formas de construcciones pre humanas, un pozo de proporciones fantásticas, inimaginables, titánicas, que se extendía casi hasta donde la vista llegaba, y caía verticalmente hacia las aguas más negras que jamás pude contemplar. Era de tal tamaño aquel agujero de piedra excavado hacia lo más profundo de la tierra, que una montaña podría precipitarse perfectamente al vacío por éste, y ninguno de sus bordes tocar con las paredes del inmenso pozo, y llegar así hasta profundidades tales que el hombre no pudiera ni imaginar. Sin tiempo para recomponerme de la súbita impresión de aquello, el vehículo submarino pegó una tremenda sacudida provocada por un gran aspaviento del cachalote que, de repente, como asustado, comenzó a nadar en dirección opuesta al agujero, alejándose de la ciudad a toda velocidad. Entre las terribles sacudidas provocadas por la huida del cachalote pude ver a duras penas, por la ventanilla trasera, cómo la negrura abisal del inmenso pozo se aclaraba por momentos por lo que parecía ser la ascensión de algo formidablemente gigantesco, con la superficie de manchas negras y marrones. En mis últimas visiones, pude ver cómo, lento e inmenso, como un planeta descomunal moviéndose en el espacio, emergía de aquel lugar lo que me pareció, por compararlo con algo conocido, el lomo suave, viscoso y marrón con manchas de una babosa, de un tamaño que haría desmayar a cualquier ser humano con su sola visión. Por las violentas sacudidas dentro del batiscafo y debido a mi brutal estrés mental, ante aquella visión mis nervios sucumbieron y tras gritar entre llantos y estertores, perdí el conocimiento.

No sé cuánto tiempo estuve desmayado, pensé que había sido la falta de oxígeno nuevamente la que me despertó, empapado en sudor, tembloroso, con las pulsaciones extremadamente aceleradas. Había claridad en el agua. Comprobé los aparatos. Estábamos en la superficie. Me congratulé vitalmente de que el cachalote hubiera ascendido a la superficie, para luego comprobar que el animal no se movía, y las extrañas circunstancias que rodearon mi rescate: en su subida a la superficie para respirar, el cachalote había sido atacado por un pesquero asiático clandestino. Fueron los últimos aspavientos del cachalote antes de morir en su combate contra el ballenero los que me hicieron despertar.

Desafortunadamente para el animal, murió y yo fui rescatado y subido al barco. Tras sentarme en la popa, donde, arrastrado por el barco, yacía muerto el cachalote, reflexioné lleno de miedo y temblor. Miré al gran animal cuan largo era, desde la cabeza hasta la cola, miré sus ojos y la sangre salir de su cuerpo, inmóvil e inerte. Callado para siempre, vi sus fauces entreabiertas y sus ojos, llenos de perdón. Me pareció compasivo, sabio. A mi alrededor pululaban unos insignificantes seres intrigados preguntándome quién era yo y cómo me encontraba.♣

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Uruk Valandil
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Uruk Valandil

Brutal relato. Me engancho desde el principio y me resulto muy entretenido y espectacular. Enhorabuena!!!